Autobiografía. Amigos queridos. Cardín y Lentini en mi recuerdo. Ramón Valdés.

Esto lo he escrito yo. Pero las ideas, las intuiciones, que aquí recojo y reflejo, son con frecuencia de mis amigos. Siempre que he podido, lo he reconocido.

He advertido al releer estas páginas que hay trozos repetidos. Pero tengo 76 años y muchas cosas que todavía quiero hacer. Cuidaros mis albaceas de pulirlas.

¿Si la antropología social no existiera, habría que inventarla? ¿Si se inventara, se parecería a la antropología social que tenemos hoy? ¿Qué es después de todo la antropología social? ¿Se notaría su ausencia? ¿Qué hace que no hagan otras disciplinas? ¿Hay alguien que escriba sobre la antropología, social o cultural, como un todo, excepto como título de un libro de texto? ¿Si tiene una unidad 'natural', cómo difiere tanto de un país a otro, de una tradición nacional a otra, de un departamento a otro? ¿Puede alguien leer cualquier revista o un reading, aunque sea sobre un tema común, y reconocer en él el perfil de una ciencia?

Claro que podría preguntarse: si no existiera la antropología ¿quién haría lo que hacemos los antropólogos? Pero sin una tradición de hacerlo, puede que se encontrara que la mayor parte de lo que hacemos, no vale la pena hacerlo; y lo demás puede distribuirse entre otras ciencias de la sociedad. La situación en que la antropología social se hizo un hueco como profesión académica (a comienzos de siglo) es irrepetible. La implícita división del trabajo -antropología social, o cultural, entre los primitivos, sociología para los civilizados- ha dejado de ser útil. Los pueblos se han aproximado, las profesiones también. Hoy es probable que el estudioso que convive con un grupo "exótico" sea un sociólogo, un politólogo, un economista, un psicólogo social. La persona que graba tradiciones orales en el Africa central puede resultar ser un historiador. Y a la inversa, quien se ocupa de problemas urbanos en el Raval, o hace encuestas sobre alimentación entre las amas de casa que acuden al mercado, es probable que sea un antropólogo social.

La mayor parte del mundo se las ha arreglado perfectamente sin antropología social, parece dispuesta a seguir haciéndolo e incluso manifiesta cierta animadversión y hostilidad hacia la antropología. Especialmente los pueblos del tercer mundo se muestran renuentes a ser estudiados, y los antropólogos cada vez encuentran más difícil estudiar al otro, y se dedican a estudiarnos a nosotros mismos.

Cardín.

Secretario de redacción de Revista de Literatura, Diwan, La Bañera; codirector de Sinthoma. Director de la colección "El rey de bastos", en la editorial Laertes.

Poemas: Paciencia del destino, Despojos, Indículo de sombras.

Relatos: Detrás por delante, Lo mejor es lo peor.

Novela: Sin más ni más.

Ensayo: La revolución teórica de la pornografía, Como si nada, S.I.D.A. ¿maldición bíblica o enfermedad letal?, Sida: enfoques alternativos.

Pero, para mí, etnólogo: Movimientos religiosos modernos, Guerreros, chamanes y travestís, Tientos etnológicos, Lo próximo y lo ajeno. Director de la serie de Antropología de Júcar Universidad.

Y profesor de antropología cultural escribe:

Obligada a entenderse con realidades ajenas y volátiles, a saber, las culturas exóticas, frágiles ante el contacto aculturativo, la antropología no puede pretender ni una comprensión empática ni una interpretación hermenéutica: debe reducirse a formular opiniones probables sobre proposiciones contradictorias, a saber, los dispersos, fragmentarios y no pocas veces contrapuestos informes etnográficos. Ello excluye cualquier posibilidad de establecer leyes generales y cierra para la antropología la posibilidad de convertirse algún día en ciencia nomotética, o simplemente en ciencia. De hecho, la antropología no puede considerarse una ciencia, ni siquiera en el sentido débil de ciencia idiográfica, sino todo lo más una disciplina dialéctica. Disciplina es nombre que sí le resulta atribuible porque está academizada desde hace más de un siglo y dispone de una tradición temática, nocional y metodológica, aunque sea conflictiva; dialéctica es adjetivo que le conviene también porque el discurso antropológico no es demostrativo, sino dialógico: no puede pretender establecer un saber definitivo, sino evaluar la probabilidad de lo contradictorio, proponer a lo sumo conclusiones provisionales.

Central en esa tradición temática, nocional y metodológica es es la idea de cultura. que para Cardín, es, a partir de Boas, una noción guía, un instrumento heurístico sustentado en una visión relativista de la especie humana a la que considera diversificada en múltiples tradiciones difícilmente conmensurables y también difícilmente intertraducibles. Sin esta distinción, dice Cardín, no hay antropología cultural, es decir, antropología surgida de la experiencia de lo exótico. La renuncia a tal oposición deja a la antropología convertida en sociología o en historia, sociología que proyecta la descripción empírica de la sociedad occidental hacia las restantes sociedades, exóticas, o historia de carácter evolucionista unilineal, y por tanto eurocéntrico.

De hecho la noción de cultura está construida a partir de la constatación, que es occidental, de la existencia de dos tipos polares de sociedad, uno que se funda idealmente en la homeostasis demográfico ecológica, que aparece dividido segmentariamente en unidades corporativas en las que el grupo prima sobre el individuo, el status sobre la libre adscripción y todo ello sustentado en un tupido entramado mítico ritual (es el tipo al que corresponde la sociedad llamada primitiva, aunque Cardín prefiere llamarla exótica), y otro tipo, la llamada sociedad urbana o compleja que idealmente está compuesto por individuos, laboralmente agrupados por clases y relacionados por medio de entidades abstractas. La visión espontáneamente evolucionista de Occidente concibe estos dos tipos como genéticamente relacionados a través de una línea típica de desarrollo que presenta los tipos intermedios como etapas o estadios; la transición de unos a otros genera la idea de historia, y el mecanismo del cambio se atribuye al progreso tecnoeconómico acumulativo que determina a su vez los cambios mentales.

Aunque desde un punto de vista antropológico esto es para Cardín en gran medida irrelevante; lo más importante es ver hasta qué punto las innovaciones tecnológicas y políticas, que son las más aparentes, modifican las actitudes sociales y las representaciones mentales colectivas, y concretamente hasta qué punto las innovaciones políticas y tecnológicas han hecho desaparecer las formas de agrupación social y pensamiento 'paleolíticos'. En definitiva se trata de saber si el desarrollo de nuestra especie está sometido a la ley del progreso y consiste en la superación-transformación de etapas anteriores, o consiste más bien en la yuxtaposición de dispositivos nuevos, que desde un punto de vista cronológico aparecen como superpuestos, desde un punto de vista narrativo, o sea historiográfico, como innovadores, y desde un punto de un punto de vista evolucionista como superiores, en la medida en que aumentan la complejidad. Pero que, desde la experiencia antropológica de los procesos acumulativos, sólo consiguen integrar los modos de convivencia y los modos de representación mental anteriores manipulando algunos de sus rasgos, en tanto que los grupos sociales anteriores perviven casi incambiados, o incluso cuando la complejidad social se hace excesiva o la abstracción de los vínculos sociales demasiado grande, resurgen en otros equivalentes como serían las tribus urbanas o las subculturas.

El concepto antropológico de cultura quiere Cardín desdoblarlo en dos aspectos, que él llama cultura inercial y cultura positiva, distinción que procede de la experiencia de las sociedades complejas o históricas, puesto que en las primitivas apenas es pertinente, dado el carácter homeostático de éstas, tanto a nivel demográfico como a nivel simbólico. Cultura inercial hace referencia a todas aquellas actitudes, a todos aquellos modos de pensar que se reproducen estructuralmente idénticos, dada su probada eficacia, por encima de los cambios formales; mientras que cultura positiva hace referencia a esas innovaciones formales o modales que, siempre sobre la base de las actitudes atávicas o inerciales, intentan modificarlas de manera consciente o reflexiva.

El concepto antropológico de cultura viene a incluir así, por un lado, al concepto humanista de cultura (que coincidiría con la cultura positiva) y por otro se establece en la frontera del concepto etológico de la cultura como comportamiento aprendido.

Lo que no es en ningún caso la cultura es 'sustancia', o 'esencia'; es todo lo más invariancia de los rasgos exitosos, descrita a posteriori. Su determinismo es probabilista; se pueden hacer predicciones de cómo reaccionará un grupo social a partir del conocimiento de su cultura inercial, lo que por supuesto no excluye que puedan aparecer inputs positivos que alteren la configuración global de los rasgos y hagan más exitosa una nueva constelación.

Así definido el concepto de cultura adquiere un valor crítico que se manifiesta tanto a nivel gnoseológico como moral. Gnoseológicamente, en la medida en que elimina las fantasías geneticistas, al primar lo sincrónico y lo tipológico, sin que ello signifique que intenta vadear el problema del progreso y de la historia, y moralmente, por cuanto rechaza la idea de una historia lineal y unitaria de la especie propugnando un relativismo cultural que a la vez que pretende un conocimiento interno, emic, de las culturas exóticas, sabe que tal conocimiento sólo puede intentarse desde la propia perspectiva emic del observador, aunque la tentación de universalismo quiera transmutar la perspectiva emic del observador en perspectiva etic. Y a la vez que pretende la preservación, ideal en el sentido de utópica, de las otras culturas, sabe que no podrán dejar de ser engullidas y niveladas (entropizadas, dice Lévi Strauss) por la cultura occidental, que acaba convirtiéndolas, precisamente a través de la etnología, en parte de su propia cultura humanista, es decir, de su propia cultura positiva.

Todo esto hace de la antropología una disciplina cínica, tanto desde el punto de vista de la dialéctica que maneja, como desde la actitud moral, simultáneamente abstencionista y crítica que propugna. Disciplina cínica difícil de practicar desde la reiteración mecánica y el esquematismo y difícil de enseñar reducida a fórmulas y consignas, que hoy por hoy parecen ser la única forma deseada de enseñanza.

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"Destinos del trinitarismo español", "D. Juan Valera en su circunstancia rusa", "Antigüedades pedófilas", "Leviatán español", "El neoscurantismo", "Sor Juana, pretexto y símil", "Nuestro ensayo hispano americano", "Nuestros mártires y obispos".

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Teorizar a salto de mata, comienza Cardín su introducción a su libro Tientos etnológicos, tal vez no sea la forma más recomendable de hacer etnología, al menos en condiciones normales; pero es posiblemente el modo de hacer que más se ajusta a la anómala normalidad que la antropología, en sus diversas variantes y denominaciones, vive en este país.

En un entorno cultural como el nuestro, donde la antropología no ha alcanzado ni de lejos la incidencia crítica e informativa, conseguidas tanto en los USA como en Inglaterra o Francia, es absurdo que los profesionales de la disciplina se sientan satisfechos por haber logrado hacerla entrar en el plan de estudios y por haber conseguido para sí una serie de puestos docentes y de canonjías.

La respetabilidad de la antropología en la cultura española del momento, no surge ni de su probada capacidad interpretativa, que no ha tenido oportunidad de demostrar, ni de la sustanciosidad y difusión de sus trabajos, sino del hecho de haber sido incluida como materia de estudio universitario, no por necesidad, sino por mimetismo: ningún deseo de inteligibilidad ha venido a cumplir en el cuerpo social español, como no sea el deseo de estar a la altura de la oferta docente de las universidades europeas.

En esas condiciones, la antropología española difícilmente puede llegar a convertirse en la ciencia de reformadores que preconizaba Tylor. No lo hizo ni siquiera en la época en que la transición masiva de lo rural a lo urbano hacía más patentes los restos de lo atávico presentes en lo moderno, y menos lo va a hacer ahora, cuando la autosatisfecha conciencia de los nuevos urbanitas españoles sitúa a nuestras más preclaras mentes en un presente cargado de futuro en el que no parecen pesar ni importar los arcaísmos.

Los antropólogos españoles de hoy están poco interesados por cuanto no sea hacerse reconocer como técnicos de un saber directamente utilizable: el de los investigadores de las zonas rurales o tal vez asesores de esa pseudoprofesión de catequistas laicos que es la animación cultural, o de la problemática del bienestar social.

Cardín se mostraba muy duro con estos usos de la antropología.

Inciso de Ramón Valdés. La responsabilidad de esto es mía.

La antropología, ocupada en negociar su propia supervivencia dentro de alguna jerarquía burocrática (la Universidad,[¿cuanto de lo que hacemos los departamentos de antropología cultural responde a la necesidad de conocer mejor a la humanidad y cuanto a los objetivos políticos del propio departamento?], el Consejo, las industrias de comunicación de masas) reduce a abstracciones esas situaciones problemáticas, convirtiéndolas en una serie de objetos, los objetos de investigación. Tales objetos -homosexualidad, delincuencia juvenil, tercera edad, etc.- tienen el objetivo final de justificar la existencia continuada de la antropología burocratizada. A la vez, cada subdivisión burocrática trata de hacer del objeto de su investigación el más importante, un problema crucial de la sociedad en su conjunto: es el modo de asegurarse más dotaciones, promociones más rápidas, más becas, sueldos más altos. Pero en realidad la antropología burocratizada se limita a ser guardián de su problema, no a solucionarlo. Convertidos en entidades, los problemas se administran sin que la antropología llegue en realidad a plantearse la introducción en la sociedad de los cambios que los resolverían. Pues, ante todo, la burocracia tiene que no liquidarse a si misma. Así, la antropología burocrática no sólo es incapaz de resolver los problemas generados por la sociedad, sino que no debe resolverlos: su propia lógica se lo prohibe. (En este sentido, todas las profesiones se dedican a conservar aquellos problemas que se supone deberían resolver. Los médicos, v.g., están interesados en conservar la enfermedad, por supuesto no subjetiva, pero sí objetivamente. El médico medio está sometido a toda clase de presiones: fármacos, ingeniería médica. Sabe muy poco, se preocupa muy poco de la medicina de la salud. Atado por las limitaciones de su sociedad, tiene que adaptarse y adaptar a sus pacientes a esa estructura).

Sigue Cardín.

Los antropólogos españoles encaran la funcionalidad de su disciplina en el actual contexto español, con esta esperanza de legitimación práctica, que ya empieza a rendir beneficios en forma de ayudas financieras y puestos en nuestras gloriosas autonomías, y con el muy comprensible afán de perpetuarse en las posiciones docentes conseguidas, lo que da como resultado una tendencia a la especialización y a la territorialización. Esta parcelación del saber antropológico hace que por un lado el debate y la crítica resulten imposibles (los discursos se yuxtaponen, sin cruzarse ni enfrentarse, lo que desde luego no ocurre sólo en antropología, sino que es una característica de la cultura española franquista y postfranquista) y la construcción teórica aparezca sometida a todo tipo de azares y sectarismos, primando los intereses miméticos respecto de modas extranjeras sometidas a la territorialización del primero que las pilla.

En antropología hoy, como en la filosofía española de los años veinte, lo primero que deberían plantearse sus representantes es una tarea de difusión pública y debate generalizado que demostrara la eficacia explicativa del comparatismo para la comprensión de los actuales problemas civilizatorios y concretamente de los españoles; una labor como la que llevaron a término para la filosofía Ortega y sus secuaces de la Revista de Occidente.

Es esta ímproba labor de difusión periodística y de crítica bibliográfica la que durante muchos años y desde muy diversos medios de difusión Cardín quiso llevar a cabo. Su fracaso propagandístico, su relativa falta de escucha en tales medios, son en parte fruto de sus concretas condiciones personales, y en parte consecuencia de la falta de emulación entre nosotros, antropólogos, más atentos a conservar las pequeñas ventajas logradas que a iniciar poco pagaderas aventuras.

Pero ello no demuestra que dicha labor, que tan buenos frutos dio en su día en otros países, y los dio aquí en el campo de la filosofía, no deba intentarse, aunque sea a costa de vulgarizar en exceso una temática ya de por sí bastante degradada en este país, incluso en sus círculos especializados: a cambio podría ganarse la preparación de un terreno mental absolutamente virgen de cuyo cultivo dependen no pocos aspectos de la más cotidiana convivencia. La preservación de un sentido de humanidad compartida, una "conciencia de especie" que nos permita acercarnos a otras sociedades con la confianza de que nuestra común humanidad está a la altura del mayor obstáculo de cualquier diferencia.

Retomo yo la palabra. RV.

A través de la comunicación con las otras culturas, y de modo especial con los primitivos, los exóticos, del pasado y del presente, y con nuestras propias posibilidades primitivas, tal antropología nos permitiría captar una imagen, una visión, un sentido de la realidad y de la vida que en otro tiempo fueron patrimonio de toda la humanidad y hoy todavía lo son de una parte de ella. Una vislumbre de otra posibilidad humana.

Atención, no se confunda esto en modo alguno con una proclama primitivista utópica: volvamos a la caza y a la recolección, o "menosprecio de corte y alabanza de aldea". Pasaron, y bien están pasados, no será Cardín quien les llore. Pero cree que es un error que la antropología se aleje del primitivo sin, a través de él, tomar conciencia de lo que hemos perdido de nuestra humanidad.

La antropología, que surgió del asombro ante lo exótico y que ganó respeto y consideración al mostrarse capaz de explicar el enigma de la variedad humana, no puede quedar hoy reducida a un vacuo método sociológico, orientado a lenificar o criticar los traumas aculturativos de las sociedades europeas y no europeas, o ni siquiera a asesorar a los expertos que buscan soluciones a específicos problemas de esas sociedades. Desde sus fundadores comparatistas y evolucionistas, fue ante todo una disciplina crítica, dedicada a señalar las supervivencias arcaicas y a conservar el recuerdo de la ya imposible vida precivilizada, en el seno de las propias sociedades civilizadas. Si esta tradición hoy se pierde, por desidia de los antropólogos, o por su absurdo apresuramiento a la hora de liquidar por inservibles conceptos tan clásicos y operativos como los de cultura y survival, estaremos asistiendo a la aniquilación final de la antropología española, antes de haber apenas resollado. Y como en tantas otras épocas de esta cultura, virgen a costa de un continuo recomienzo, habrá que volver los ojos a la literatura, campo magmático del pensamiento español donde todo se conserva a cambio de perderse.

Está muriendo lo mejor de unas generaciones.

La parte que más consecuentemente creyó

en las libertades privadas y públicas,

la que llevó el arte de su sociedad hasta el punto

más fuerte,

los de primera línea de fuego.

Algo nos han legado a los moderados, a los pacatos, a los burgueses.

Una manera de abordar la vida, de salirse de prejuicios, de reirse de modas respetables.

No sé si querremos aprender, pero al menos pensemos en ello.

EDUARDO HARO TECGLEN, "La muerte de Wembley", El Pais, 27 de abril 1992

(Paráfrasis)

Sacrificio y canibalismo.

Los aztecas se dedicaban piadosamente a la guerra para conseguir víctimas para sus sacrificios. Iban a la guerra a hacer prisioneros, y estaban tan decididos a ello que no era raro que desaprovecharan ventajas militares claras por miedo a matar a demasiados enemigos antes de que se pudiera pactar la rendición. Esta táctica les costó cara en la guerra contra los hombres de Cortés que parecían irracionalmente decididos a matar a todos los contricantes que se les pusieran a tiro.

Sherburne Cook ha defendido con agudeza que la guerra y los sacrificios humanos aztecas se inscribían en un sistema para regular el crecimiento demográfico; según sus cálculos, las dos cosas unidas producían un incremento del 25% en la tasa de mortalidad. Pero sus argumentos tienen varios puntos débiles. El primero es que para regular el crecimiento demográfico lo ideal es matar muchachas y no varones. El segundo es que dejan sin explicar el por qué de una guerra para hacer prisioneros para sacrificarlos luego: matándolos directamente en la batalla se hubiera cumplido el mismo propósito regulador de una manera más simple.

Michael Harner y, siguiéndole, Marvin Harris han propuesto otra explicación. Harner se preguntó qué ocurría con los cadáveres de las víctimas de los sacrificios. La respuesta está en los cronistas de Indias. Fray Bernardino de Sahagún: "Después de haberles arrancado el corazón y vertido la sangre en un recipiente de calabaza, que recibía el amo del hombre asesinado, se comenzaba a hacer rodar el cuerpo por los escalones de la pirámide. Terminaba por detenerse en una pequeña plaza situada debajo. Allí algunos ancianos, a los que llamaban cuacuacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta el templo tribal donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo" ... "Después de asesinarlos y de arrancarles el corazón, los apartaban suavemente y los hacían rodar escalones abajo. Cuando llegaban al fondo, les cortaban la cabeza... y trasladaban los cadáveres hasta casas que llaman calpulli, donde los dividían a fin de comerlos". Diego Durán dice algo parecido: "Tan pronto como el corazón había sido arrancado, era ofrecido al sol y se arrojaba sangre hacia la deidad solar. Imitaban el descenso del sol por el Oeste y arrojaban el cuerpo por los escalones de la pirámide. Después del sacrificio, los guerreros celebraban un gran festín con muchas danzas, ceremonias y canibalismo". La receta favorita era un estofado condimentado con pimientos y tomates. Todas las partes comestibles se utilizaban de un modo claramente comparable con el consumo de los animales domésticos.

Y aquí surge un problema interesante: a diferencia de los dioses aztecas, los máximos dioses del Viejo Mundo declaraban tabú el consumo de carne humana. ¿Por qué los aztecas no? Harner busca la respuesta por una parte en el agotamiento específico del ecosistema mesoamericano, tras siglos de crecimiento demográfico y de sobreproducción, y por otra en los beneficios de recurrir a la carne humana como fuente de proteínas animales a falta de otras opciones más baratas. Es verdad que las clases dominantes se regalaban con ciervos, patos, conejos, pescados, perros. Pero los plebeyos no tenían más que maíz y judías, y a veces sólo algas del lago Texcoco. Este poderoso anhelo de carne tuvo que desempeñar un papel nada despreciable en el mantenimiento de los sacrificios humanos, mientras que en los estados e imperios del Viejo Mundo las disponibilidades de animales domesticados pueden explicar la prohibición del canibalismo y el desarrollo de las religiones del amor y la misericordia.

Sahlins ha argüido vigorosamente en contra de esta hipótesis de Harner-Harris. Omite los detalles de la interpretación de Harner y de Harris y la reduce a la afirmación, desde luego central, de que los aztecas comían seres humanos para conseguir proteínas animales. Y a partir de ahí, intenta desmontarla. Para empezar señala que siendo la población del Valle de México de al menos dos millones de habitantes, aunque se sacrificaran veinte mil hombres al año, apenas darían para una hamburguesa por cabeza, lo que no parece que pudiera remediar eficazmente las carencias proteínicas (en realidad, este argumento ya lo tuvo en consideración Harris). Luego procede a una prolija demostración de que el Valle de México no era en modo alguno un habitat agotado sino más o menos un medio sobreabundante en proteínas animales. Llega a decir que de todos los pueblos del hemisferio que practicaban la agricultura intensiva, los aztecas eran probablemente los que disponían de mayores recursos de proteínas animales. Argumenta ingeniosamente y por lo menos al lector no especialista le parece que documentadamente, que el millón y medio de personas que vivía en el valle de México podía abastecerse por una parte con carne de caza, por otra con pescado de los lagos, por otra con las aves acuáticas (en concreto afirma que había millones de patos en al valle de México) y con cantidad de invertebrados, hemípteros, larvas, pequeños gusanos que aunque a los occidentales no nos agraden, eran consumidos por los aztecas. En definitiva que los aztecas eran más o menos una sociedad opulenta. (Esta primera parte de la argumentación de Sahlins está en Ortiz de Montellano, en un artículo que se titula "El canibalismo azteca ¿necesidad ecológica?", que acumula una impresionante cantidad de datos sobre la alimentación azteca, mostrando el aporte de proteínas animales y no animales que ingerían). Pero, de cualquier modo, ésta no es la parte fuerte de la argumentación de Sahlins. Para Sahlins la auténtica tarea del antropólogo es la contemplación fascinada de toda la riqueza simbólica del sacrificio humano tal como lo comprendían los sacerdotes aztecas y sus víctimas. Y ahí, las proteínas resultan de poca ayuda. La explicación alimentaria sirve de poco a la hora de explicar las peculiaridades de, pongamos por caso, el sacrificio del joven que encarnaba a Tezcatlipoca. Como representante de Tezcatlipoca se elegía un joven al que se hacía objeto durante un año entero de tratamiento divino; se le enseñaba a tañer la flauta y a fumar con elegancia, se le vestía con riqueza y ocho pajes le servían y acompañaban. Veinte días antes del sacrificio se le daban por mujeres cuatro jóvenes que representaban a cuatro diosas, y cuyo matrimonio con él constituía una teogamia. El día del sacrificio se conducía al muchacho en cortejo triunfal hasta la plataforma del templo de Tezcatlipoca, donde el sacrificador le abría el pecho con un cuchillo de obsidiana. Son precisamente esas peculiaridades, y peculiaridades como esas las que debería tratar de explicar la antropología religiosa. La cultura es significativa por derecho propio. A las víctimas cuyos alaridos se apagaron hace quinientos años les importaba el hecho de que formaban parte de un sacramento, y no simplemente de una comida. Llega a decir que es la mojigatería propia del positivismo la que nos hace imponer categorías occidentales como canibalismo a estos ritos sagrados. Para él no se trataba de canibalismo, sino de la forma más elevada de comunión.

Evidentemente los antropólogos tenemos que tratar de comprender porqué piensa la gente que se comporta como se comporta. Pero Harris piensa que no debemos detenernos ahí, que tenemos el derecho a no creernos sus explicaciones, y menos todavía si son las explicaciones de la clase dominante, y considera en definitiva que la explicación de Sahlins es una mistificación.

Dialéctica y canibalismo. Alberto Cardín.

Cardín (Dialéctica y canibalismo) señala que el canibalismo ritual ligado al sacrificio humano entre los aztecas se considera un hecho incontestable, avalado por un abrumador cúmulo de testimonios. Empiristas, mentalistas y materialistas coinciden en la aceptación acrítica de los testimonios de la época, variando sólo en la explicación, que suele polarizarse entre quienes, como Harner y Harris defienden una base de explicación "racionalista" fundada en el reconocimiento de las constricciones ecológicas, y quienes, como Duverger, intentan establecer lazos simbólicos entre el sacrificio humano acompañado de comensalismo sacro y el área de difusión del maguey, o, como Montellano, dan del canibalismo una explicación mística: "Se creía que las víctimas sacrificiales eran sagradas. Comer su carne significaba comer al dios mismo". Sólo Arens (The Man-eating Myth, Nueva York, Oxford U.P., 1979) pone en duda la realidad verificable del hecho canibal en el Mexico precolombino, aunque su crítica "no pretende probar que los aztecas no consumieran carne humana en rituales privados; ni demuestra que no ejercieran dicha práctica a escala masiva como consecuencia de sus deficiencias proteínicas. Lo que puede adelantarse con alguna certeza es que las pruebas son demasiado dispersas, demasiado contingentes, y demasiado sospechosas en varios aspectos como para poder pronunciarse positivamente sobre el tema".

Pues bien, de aquí parte Cardín. La tesis de Cardín quiere demostrar que los testimonios son tan incidentales en Bernal Díaz, tan tendenciosos en Gómara y en Cortés, y aún más en el Licenciado Zuazo (que es quien por primera vez enuncia claramente los tria pecatella que servirán a los españoles como casus belli con que iniciar o justificar a posteriori sus conquistas: los indios "no creen en Dios; son casi todos sodomitas; comen carne humana" ["Carta al Prior de Mejorada", en G. de Izacabalceta, Colección de Documentos para la historia de México, v.I, México, Porrúa, 1980, p. 365]) y tan ritualizados en Sahagún, por hablar sólo de aquéllos en quienes más se apoyan historiadores y antropólogos, que causa asombro la lenidad o la credulidad con que se los acepta, sin tomar para nada en cuenta sus posibles intereses difamatorios, por no hablar de su distorsionada perspectiva. Y a partir de ahí, Cardín procede a una relectura de las pruebas para llegar a la conclusión de que el canibalismo azteca no está probado, y que es posible que no existiera. Sería muy prolijo el seguir paso por paso los argumentos de Cardín y la crítica de fuentes tal y como él la hace, pero sí que se puede mencionar un caso que él considera modélico, por la cantidad y calidad de testimonios que lo avalan y también por el dramatismo de las circunstancias que lo rodearon. Es un caso que Cardín considera como el verdadero experimentum crucis del hecho caníbal azteca. Se refiere al suceso que narran los cronistas y los comentadores como la más importante escaramuza que se produjo durante los casi tres meses de asedio de la capital azteca, en un momento de impasse del cerco, cuando Cuautemoc ya está reducido a los cuarteles de Tlaltelolco y los españoles deseosos de culminar la conquista, pero sin verle todavía término. Después de un ataque frustrado, concebido como una acción combinada de cuatro columnas que debían converger sobre la plaza mayor de Tlaltelolco, los españoles, a los que las cosas les fueron muy mal, narran como testigos presenciales el sacrificio y la manducación de sus cautivos. Bernal Díaz lo cuenta: "Y vimos que llevaban por a fuerza gradas arriba a nuestros compañeros que habían tomado en la derrota que dieron a Cortés, que los llevaban a sacrificar; y desque los tuvieron arriba en una placeta... vimos que a muchos dellos les ponían plumajes en la cabeza y con unos como aventadores les hacían bailar, y desque habían bailado, luego les ponían despaldas encima de unas piedras que tenían para sacrificar, y con unos navajones de pedernal les aserraban los pechos y les sacabn los corazones buyendo y se los ofrescían a sus ídolos que allí tenían, y los cuerpos dábanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguardando abajo otros indios carniceros que les cortabn brazos y pies... y se comían las carnes con chimole, y de esta manera sacrificaron a todos los demás, y les comieron las piernas y los brazos... y los cuerpos, que eran las barrigas y pies, echaban a los tigres e leones que tenían en la casa de las alimañas".

Cardín señala que no es posible que Bernal Díaz viera lo que dice haber visto, a la luz del ocaso y con el sol de espaldas, a más de una milla de distancia, con las ruinas humeantes de la capital asediada después de la batalla, con edificios de por medio, lo cual no es importante para lo que ocurriera en la placeta de arriba del teocalli, que dominaba todos los edificios de la ciudad, pero sí lo es para lo que dice haber visto que ocurría al pie del teocalli, a saber, el descuartizamiento y la manducación de los cadáveres echados por las gradas abajo.

Cortés, en su Tercera carta de relación, también menciona el episodio, pero él lo narra de oídas y otorga al campamento de Alvarado la observación directa. Y por si hubiera alguna duda de su buena vista a tal distancia dice: "Todos los españoles vivos y muertos, los que tomaron los llevaron a Tlaltelulco, que es el mercado, y en unas torres altas que allí están, desnudos los sacrificaron y abrieron por los pechos y les sacaron los corazones para ofrecer a los ídolos: lo cual los españoles del real de Pedro de Alvarado pudieron ver bien de donde peleaban, y en los cuerpos desnudos y blancos que vieron sacrificar conoscieron que eran cristianos".

Sepúlveda sigue el testimonio de segunda mano de Cortés y subraya el reconocimiento de los sacrificados por la blancura de su piel, perceptible por la desnudez de las víctimas.

Ahora bien, ni Cortés, ni Sepúlveda, ni tampoco Gómara, capellán de Cortés, hablan para nada del canibalismo subsecuente al sacrificio. En Cortés y en Sepúlveda tal vez sea por lo conciso de la noticia, pero Gómara refiere siempre con gran detalle y prolijidad y presta una atención especial a los casos de antropofagia.

Para Cardín, en el caso del canibalismo azteca lo que no puede hacerse es aceptar acríticamente testimonios de testigos que no pudieron ver lo que dicen haber visto y que además son altamente recusables desde el punto de vista de los intereses de dominación que representan: los conquistadores y los misioneros. O bien son tan sospechosos de ocultación y falseamiento como los neófitos cristianos que aportan a Sahagún y Motolinía el punto de vista nativo, punto de vista que aparece deformado de por sí como consecuencia de su intento de distanciarse del contexto cultural pagano anterior, y encima traicionado por la traducción, como Ortiz de Montellano ha puesto de manifiesto al señalar las diferencias radicales que en los casos de canibalismo aparecen entre el Codex Florentinus y su traducción castellana.

Cardín concluye sus críticas con un ataque a Harris y en definitiva tomando partido por Sahlins de una manera que yo encuentro gratuita. Reprocha a Harris el no haber dado más importancia a las concepciones aztecas sobre el sacrificio y la divinidad, sobre la forma azteca de distribuir el continuo semántico humano divino. Y señala que si lo hubiera hecho habría podido comprender mucho mejor tanto el sentido como la factualidad de la teofagia azteca, en la carne humana sacrficada es la carne divina. Para él también, en definitiva, el canibalismo azteca es una comunión.

La mirada distante.

La respetabilidad de la antropología en la cultura española del momento, no surge ni de su probada capacidad interpretativa, que no ha tenido oportunidad de demostrar, ni de la sustanciosidad y difusión de sus trabajos, sino del hecho de haber sido incluida como materia de estudio universitario, y ello no por necesidad, sino por mimetismo: ningún deseo de inteligibilidad ha venido a cumplir en el cuerpo social español, como no sea el deseo de estar a la altura de la oferta docente de las universidades europeas.

En un entorno cultural como el nuestro, donde la antropología no ha alcanzado ni de lejos la incidencia crítica e informativa, conseguidas tanto en los USA como en Inglaterra o Francia, es absurdo que los profesionales de la disciplina nos sintamos satisfechos por haber logrado hacerla entrar en el plan de estudios.

Dudas preliminares.

¿Si la antropología no existiera, habría que inventarla? ¿Si la antropología se inventara ahora, se parecería a la antropología que tenemos hoy?

¿Qué es después de todo la antropología? ¿Se notaría su ausencia? ¿Qué hace que no hagan otras disciplinas? Si lo que hace única a la antropología es su perspectiva unificadora, ¿dónde están sus obras holistas? ¿Hay alguien que escriba sobre la antropología como un todo, excepto como título de un libro de texto? ¿Si tiene una unidad natural, cómo difiere tanto de un país a otro, de una tradición nacional a otra, de un departamento a otro? ¿Puede alguien leer cualquier revista o un reading, aunque sea sobre un tema común, y reconocer en él el perfil de una ciencia? Si un etnógrafo objetivo observara la antropología organizada de hoy ¿no concluiría que su estructura refleja una adaptación a un entorno pasado, no presente, que la antropología es esencialmente un survival, uno de aquellos survivals que describió Tylor? ("restos de la ruda cultura que se han convertido en perniciosas supersticiones...es el duro, y con frecuencia penoso oficio del antropólogo, denunciarlos y señalarlos para que sean destruidos").

Claro que podría preguntarse: si no existiera la antropología ¿quién haría lo que hacemos los antropólogos? Pero sin una tradición de hacerlo, puede que se encontrara que la mayor parte de lo que hacemos no vale la pena hacerlo; y lo demás puede distribuirse entre otras ciencias de la sociedad. Cierto que si tuviéramos la presente arquitectura del estudio del hombre y sólo faltara la antropología, podría empezar algo parecido a la antropología académica, como de hecho empezó: "con los restos y retazos de otras ciencias" (Kroeber); "trabajo que hacemos nosotros porque nadie más se preocupa de hacerlo" (Boas).

 

El contexto de la invención.

Pero parece improbable que la historia vaya a repetirse. La situación en que la antropología se hizo un hueco como profesión académica (a comienzos de este siglo) es irrepetible. Era una situación que, por lo que a nosotros nos interesa, tenía sus raíces en el comienzo de la Edad Moderna. A finales del siglo XV, los hombres blancos de Europa empezaron a extenderse por el mundo entero. Conquistaron, dominaron, explotaron a los pueblos de color en América, y en Asia, y en los Mares del Sur, y en Africa. Establecieron su dominio por la fuerza y lo mantuvieron por la fuerza. El dominio blanco con su desigualdad basada en el color es el contexto en el que la antropología tuvo su origen y su florecimiento. Y este contexto ha conformado el desarrollo de la antropología. La distinción persistente entre primitivo y civilizado se hizo coincidir falsamente con la diferencia de color. Esta distinción ignoró, por un lado, individuos y sociedades de color que satisfacían los criterios de la civilización, y por otro individuos y sociedades blancas que no satisfacían esos criterios.

El contexto del dominio de los blancos nos lleva a una concepción de la antropología que subraya lo que ésta ha sido en realidad. En una medida considerable la antropología ha sido realmente la ciencia social que ha estudiado los pueblos dominados de color que vivían fuera de los límites de las sociedades blancas modernas.

La situación presente.

Hoy la implícita división del trabajo -antropología entre los primitivos, sociología para los civilizados- ha dejado de ser útil. Los pueblos se han aproximado, las profesiones también. En 1992 es probable que el estudioso que convive con un grupo "exótico" sea un sociólogo, un politólogo, un economista, un psicólogo social. La persona que graba tradiciones orales en el Africa central puede resultar ser un historiador. Y a la inversa, quien se ocupa de problemas urbanos en el Raval, o hace encuestas en el Maresme, es probable que sea un antropólogo. Porque la organización actual de la antropología es esencialmente arbitraria en relación con las realidades que estudia, tanto en términos de ciencia como de sociedad.

Bajo su nombre actual, sin embargo, parece que no puede escapar a su historia como expresión de un período cancelado de descubrimiento y luego de dominio del resto del mundo por las sociedades blancas occidentales. La mayor parte del mundo se las ha arreglado perfectamente sin antropología, parece dispuesta a seguir haciéndolo e incluso manifiesta cierta animadversión y hostilidad hacia la antropología. Especialmente los pueblos de color del tercer mundo se muestran renuentes a ser estudiados, y los antropólogos cada vez encuentran más difícil estudiar al otro entre ellos, y se dedican a descubrir y estudiar al otro en nosotros mismos.

La tradición antropológica.

¿Porqué preguntarnos si la antropología podría ser inventada hoy? Es bastante con que fuera inventada cuando lo fue. Ha crecido, ha prosperado, continúa creciendo, incluso en estos tiempos difíciles. Nosotros vivimos en mundos reales, no en mundos especulativos. Y en este mundo real la antropología se las arregla, los antropólogos nos las arreglamos.

Olvidémonos de la dificultad de definir la antropología, o al menos de identificarla. Tenemos una cierta tradición, un cierto ethos. Pues bien, digamos que la antropología es lo que los antropólogos hacen. Quizá tenía razón Sol Tax cuando, en 1955, definía la antropología simplemente como una asociación de personas que se habían puesto de acuerdo para seguir comunicándose unas con otras; en definitiva, un club social.

Esbozaré lo que creo que constituye la gran tradición en la que todos los antropólogos participamos. Podríamos llamar a la tradición misma 'antropología', aunque habría que recordar que la tradición trasciende las disciplinas organizadas y los límites explícitos. La antropología oficial puede ser su sirvienta, pero nunca su guardiana. Puede ser el centro, pero no es la circunferencia. No todos los antropólogos la siguen, y muchos prefieren otras vías.

La común humanidad y las diversas culturas.

La que digo es una tradición compleja y con una historia enmarañada; pero puede formularse en pocas palabras. La tradición es que "el objeto de la antropología es el problema general de la evolución de la humanidad". Estas palabras no son ni de Morgan, ni de Tylor, ni de White, ni siquiera de Harris; estas palabras son de Franz Boas, quien las escribió en el año 1904, en un artículo que en general ha pasado desapercibido a los lectores de Boas, que por otra parte es verdad que cada vez son menos. El artículo lo publicó Boas en 1904, en una revista americana que se llamaba Science, en su volumen veinte, páginas 513-524, y lleva por título "La historia de la antropología". En 1904, hablando de los estudiantes que se sentían atraídos por la antropología en aquellas fechas, Boas decía que los mejores de entre ellos fueron poco a poco impregnados por el espíritu fundamental de la investigación antropológica que consiste en la percepción de "la necesidad de estudiar todas las formas de la cultura humana, porque sólo la variedad de sus formas puede arrojar luz sobre la historia de su desarrollo pasado y futuro". Esto lo escribe en la página 522. En ese mismo artículo, en la página 514, tiene una observación interesante: cuando trata de fijar el comienzo de la antropología señala que las observaciones tempranas de otros pueblos por si mismos, las observaciones que hacen otros pueblos de si mismos no son más que curiosidades. Y añade: sólo cuando su relación con nuestra civilización se convirtió en el tema de investigación, sólo entonces se pusieron los fundamentos de la antropología. Es decir, que hay dos aspectos primarios en la constitución de una antropología cultural: el interés por otros pueblos y sus modos de vida y el interés por explicarlos dentro de un marco de referencias que nos incluye a nosotros mismos. El interés último de la tradición antropológica, entonces, se podría decir, por usar el título de un excelente ensayo sobre el tema que escribió un discípulo de Boas, Kluckhohn, en 1959, es la común humanidad y las diversas culturas.

Evidentemente, la idea fundamental del "desarrollo de la cultura de la humanidad como un todo" (los términos son otra vez de Boas, en el mismo artículo) es propio de la filosofía de la historia, es filosofía de la historia; el problema general de la evolución de la humanidad y de la cultura humana es filosofía de la historia. Ahora bien, resolver empírica y no especulativamente ese problema de la filosofía de la historia, esa fue la gran motivación no sólo de Tylor y de Morgan, sino después también de Boas. Todos los grandes antropólogos (afirmación evidentemente atrevida) han tratado de ubicar su trabajo dentro de un contexto general, y al hacer esto han esbozado alguna visión del curso de la historia humana. Esto no sólo es cierto de Tylor o de Morgan o de White o de Steward o incluso de Redfield, en quienes resulta perfectamente esperable; es cierto también de Boas y Lowie y de Kroeber y de Sapir y de Whorf.

Boas y los boasianos siguieron siendo evolucionistas en el sentido tipológico. El Boas que escribió La mente del hombre primitivo, el Lowie que escribió La sociedad primitiva y La religión primitiva, el Radin que escribió El hombre primitivo como filósofo, o Sapir y Whorf, que dieron cursos sobre lenguajes primitivos, conservaban una clara concepción de la dicotomía primitivos-civilizados.

Ciencia de reformadores. Retrospectiva y prospectiva.

Para los antropólogos el estudio de los pueblos de color no era mero exotismo. La finalidad última de la antropología era la mejora de las sociedades blancas del mundo entero. De hecho los antropólogos propusieron soluciones a problemas sociales de las sociedades blancas. Para Tylor la antropología resultaba relevante para muchos problemas que acosaban a las sociedades blancas del siglo XIX. Tylor creía que reconstruir la historia de los blancos nos facilitaría las leyes generales esenciales para guiar el cambio sociocultural en las sociedades blancas, y por consiguiente sostenía que la antropología, "ciencia de reformadores", era "una importante guía práctica para la comprensión del presente y para la conformación del futuro", y que "el estudio de los salvajes y de las naciones antiguas deben enseñarnos las leyes que, en circunstancias ciertamente nuevas, están trabajando hoy, para bien o para mal, en nuestro propio desarrollo". Puesto que el progreso en las sociedades blancas significaba eliminar algunas costumbres antiguas, al mismo tiempo que se añadían otras nuevas, Tylor estaba sumamente preocupado con la persistencia en esas sociedades de survivals que casi siempre se asemejaban a pautas socioculturales presentes en el mundo de los pueblos de color. Tylor abogaba por la eliminación selectiva de esos survivals, específicamente de aquellos que no superaban los tests lógicos y funcionales de los ingleses de clase media y anticlericales como él mismo. Así declaraba: "el oficio práctico de la etnografía es dar a conocer lo que sólo son supersticiones honradas por el tiempo en la mescolanza del conocimiento moderno, y marcar esas supersticiones para su destrucción". Esos survivals estaban extendidos en las sociedades blancas y obstaculizaban el pensamiento ilustrado necesario para el progreso. De hecho, los survivals eran especialmente peligrosos porque podían revivir, como ocurría con la brujería y con el espiritualismo. El peligro de una revitalización de los survivals religiosos fue una de las razones principales por la que Tylor se interesó por el estudio de las religiones animistas de los pueblos de color, puesto que el cristianismo es predominantemente animista. El declara: "Me he dedicado a examinar sistemáticamente entre las razas inferiores el desarrollo del animismo con plena conciencia de estar emprendiendo una investigación que afecta de lleno a la teología de nuestro propio tiempo".

La antropología era así un aprovechamiento intelectual de las enseñanzas de los pueblos de color para beneficio de las sociedades blancas. Tylor decía aquello de que: "Denunciar a todos los teólogos, ésta es la misión del hombre primitivo".

Esta mejora de las sociedades blancas era también la finalidad que se proponía Boas como era la finalidad que se proponía Tylor. Boas creía que la antropología arrojaba luz sobre los procesos sociales contemporáneos, y prescribió muchas soluciones para muchos problemas sociales del mundo de los blancos.

Secuelas de la invención. Sobre el racismo.

Históricamente, el antirracismo científico no fue concebido primariamente para defender a los pueblos de color. Nuestra tradición intelectual minimizó, pero nunca excluyó por completo la posible influencia de los factores raciales en el comportamiento sociocultural de los pueblos de color, específicamente de los negros. De hecho, Boas suscribió la hipótesis de que el menor tamaño del cerebro de los negros les impedía probablemente producir tantos genios como los que se dan en las otras razas. Boas usó el antirracismo para atacar la discriminación racial entre los grupos blancos, especialmente nórdicos, y para atacar al antisemitismo. Es entre estos grupos blancos donde la raza resulta para Boas irrelevante para la explicación de las diferencias socioculturales. Boas concluye específicamente en La mente del hombre primitivo, edición revisada de 1938: "No hay necesidad de entrar en una discusión de las diferencias hereditarias alegadas en las características mentales de las distintas ramas de la raza blanca". Como muchos de los boasianos eran judíos europeos, sufrieron las discriminaciones antisemitas primero en Europa y después en los Estados Unidos. De hecho Boas emigró de Alemania a los Estados Unidos alejándose del antisemitismo, y admitió que el antirracismo científico esencialmente era un esfuerzo para combatir las tendencias antisemitas en el mundo de los blancos. Como quiera que la mayor parte de los antropólogos eran protestantes, antisemitas y racistas, el antirracismo científico fue además para Boas y para los boasianos un arma intelectual en su lucha por hacerse con el dominio de la antropología en los Estados Unidos, especialmente en contra de los antropólogos centrados en Washington (Stocking, Raza, cultura y evolución). El antirracismo científico se ocupaba sólo secundariamente de los pueblos de color, pero resultaba estratégico usarlos, y usar sus pautas socioculturales.

El antirracismo científico no significa, pues, la ausencia de las discriminaciones de color. La afirmación de que no hay conexión inherente entre raza, lenguaje y cultura, con frecuencia es catecismo, sin adhesión personal. El Diario de Malinowski muestra que el antirracismo puede coexistir con antipatías y prejuicios, y nos sugiere que esos prejuicios son más influyentes de lo que admitimos los antropólogos blancos. Malinowski exageró su separación de los blancos mientras él estuvo sobre el terreno, así como también exageró su integración en la vida cotidiana trobriand. Sus vacaciones periódicas eran un escape: él confiesa su necesidad de escapar de los negros. Los procedimientos de campo muestran una posición desigual. Por ejemplo, Boas encontró natural violar tumbas indias para hacerse con los esqueletos, y no tuvo reparos en obligar a los prisioneros indios a prestarse a mediciones antropométricas: ninguna de éstas cosas las habría hecho con los blancos de Nueva York.

Persiste el racismo.

Si contemplamos hoy la literatura basada en el trabajo de campo, encontramos abundantísimos títulos sobre los segmentos pobres, los grupos étnicos, los menos privilegiados. Comparativamente hay poquísimo trabajo de campo sobre la clase media, y prácticamente ninguno sobre las clases superiores, es decir, sobre los blancos de ahora. Los antropólogos podríamos de hecho preguntarnos si el trabajo de campo que hacemos no se apoya en una cierta relación de poder favorable al antropólogo, es decir, si el antropólogo no se pone a hacer trabajo de campo desde una posición de poder, y si de hecho esa relación dominante-subordinado no está afectando a las teorías que nosotros tejemos. ¿Qué pasaría si los antropólogos de entonces hubieran estudiado a los colonizadores en vez de a los colonizados, y si los de hoy estudiáramos la cultura del poder en vez de la cultura de los que no tienen poder, la cultura de la riqueza en vez de la cultura de la pobreza? Probablemente ello nos llevaría a hacernos muchas preguntas de sentido común, pero invertidas: en lugar de preguntarnos cómo sobrevive tanta gente pobre, nos preguntaríamos cómo unos pocos son tan ricos y que hacen de y con su riqueza. Por poner un ejemplo muy aclaratorio: ¿cómo podemos explicarnos la fantástica resistencia al cambio entre aquellos que precisamente tienen todas las opciones abiertas? ¿Cómo puede ser que los antropólogos estemos más interesados por la resistencia de los campesinos al cambio que por la resistencia al cambio de la industria, o de la justicia, o de los partidos políticos? El conservadurismo de esas instituciones, de esas organizaciones burocráticas probablemente tiene mayores implicaciones para la especie y para las teorías del cambio, que el conservadurismo del campesinado.

Estrategias de supervivencia y sus riesgos.

Los antropólogos españoles de hoy están poco interesados por cuanto no sea hacerse reconocer como técnicos de un saber directamente utilizable: el de los investigadores de las zonas rurales o tal vez asesores de esa pseudoprofesión de catequistas laicos que es la animación cultural, o de la problemática del bienestar social.

La antropología, ocupada en negociar su propia supervivencia dentro de alguna jerarquía burocrática (la Universidad,[¿cuanto de lo que hacemos los departamentos de antropología cultural responde a la necesidad de conocer mejor a la humanidad y cuanto a los objetivos políticos del propio departamento?] el Consejo, las industrias de comunicación de masas) reduce a abstracciones situaciones problemáticas, convirtiéndolas en una serie de objetos, los objetos de investigación. Tales objetos -homosexualidad, delincuencia juvenil, tercera edad, etc.- tienen el objetivo final de justificar la existencia continuada de la antropología burocratizada. A la vez, cada subdivisión burocrática trata de hacer del objeto de su investigación el más importante, un problema crucial de la sociedad en su conjunto: es el modo de asegurarse más dotaciones, promociones más rápidas. Pero en realidad la antropología burocratizada se limita a ser guardián de su problema, no a solucionarlo. Convertidos en entidades, los problemas se administran sin que la antropología llegue en realidad a plantearse la introducción en la sociedad de los cambios que los resolverían. Pues, ante todo, la burocracia tiene que no liquidarse a si misma. Así, la antropología burocrática no sólo es incapaz de resolver los problemas generados por la sociedad, sino que no debe resolverlos: su propia lógica se lo prohíbe. (En este sentido, todas las profesiones se dedican a conservar aquellos problemas que se supone deberían resolver. Los médicos, v.g., están interesados en conservar la enfermedad, por supuesto no subjetiva, pero sí objetivamente. El médico medio está sometido a toda clase de presiones: fármacos, ingeniería médica. Sabe muy poco, se preocupa muy poco de la medicina de la salud. Atado por las limitaciones de su sociedad, tiene que adaptarse y adaptar a sus pacientes a esa estructura).

Los antropólogos españoles encaran la funcionalidad de su disciplina en el actual contexto español, con esta esperanza de legitimación práctica, que ya empieza a rendir beneficios en forma de ayudas financieras y puestos de trabajo, y con el muy comprensible afán de perpetuarse en las posiciones docentes conseguidas, lo que da como resultado una tendencia a la especialización y a la territorialización. Esta parcelación del saber antropológico hace que por un lado el debate y la crítica resulten imposibles (los discursos se yuxtaponen, sin cruzarse ni enfrentarse, lo que desde luego no ocurre sólo en antropología, sino que es una característica de la cultura española franquista y postfranquista) y por otro la construcción teórica aparezca sometida a todo tipo de azares y sectarismos.

Urgencias.

En antropología hoy, como en la filosofía española de los años veinte, lo primero que deberían plantearse sus representantes es una tarea de difusión pública y debate generalizado que demostrara la eficacia explicativa del comparatismo para la comprensión de los actuales problemas civilizatorios y concretamente de los españoles; una labor como la que llevaron a término para la filosofía Ortega y sus secuaces de la Revista de Occidente.

La preservación de un sentido de humanidad compartida, una "conciencia de especie" que nos permita acercarnos a otras sociedades con la confianza de que nuestra común humanidad está a la altura del mayor obstáculo de cualquier diferencia.

A través de la comunicación con las otras culturas, y de modo especial con los primitivos, los exóticos, del pasado y del presente, y con nuestras propias posibilidades primitivas, tal antropología nos permitiría captar una imagen, una visión, un sentido de la realidad y de la vida que en otro tiempo fueron patrimonio de toda la humanidad y hoy todavía lo son de una parte de ella. Una vislumbre de otra posibilidad humana.

Atención, no se confunda esto en modo alguno con una proclama primitivista utópica: volvamos a la caza y a la recolección, o "menosprecio de corte y alabanza de aldea". Pasaron, y bien están pasados, no seré yo quien les llore. Pero creo que es un error que la antropología se aleje del primitivo sin, a través de él, tomar conciencia de lo que hemos perdido de nuestra humanidad.

Finale.

La antropología, que surgió del asombro ante lo exótico y que ganó respeto y consideración al mostrarse capaz de explicar el enigma de la variedad humana, no puede quedar hoy reducida a un vacuo método sociológico, orientado a lenificar o criticar los traumas aculturativos de las sociedades europeas y no europeas, o ni siquiera a asesorar a los expertos que buscan soluciones a específicos problemas de esas sociedades. Desde sus fundadores comparatistas y evolucionistas, fue ante todo una disciplina crítica, dedicada a señalar las supervivencias arcaicas y a conservar el recuerdo de la ya imposible vida precivilizada, en el seno de las propias sociedades civilizadas. Si esta tradición hoy se pierde, por desidia de los antropólogos, o por su absurdo apresuramiento a la hora de liquidar por inservibles conceptos tan clásicos y operativos como los de cultura y survival, estaremos asistiendo a la aniquilación final de la antropología española, antes de haber apenas resollado.

 

ESCRIBIR

escribir para no morir

tarea idiota que odio

placer que sólo da trabajo

el tiempo de llenar un papel

es tiempo ya de muerte

y lleno sólo tiende

un puente en el vacío

¿milagro?

milagro es vivir lo cotidiano

pasear por los rostros

sortear la muerte que en cada cara me llama

tarea de tántalo que sólo sobrellevo

mientras no encuentre mi vía hacia la muerte

mito del día en que habré

logrado mi más hermoso texto

TIEMPO DE VIVIR

Mi tiempo está escandido de suicidios:

decido al revés

del indeciso decidir del uno cada día,

y así deciden todos.

Tiempo de no vivir:

no pienso ya,

sólo la muerte piensa,

y yo no vivo.

Vivo sólo de no morir a cada instante,

de distraer la muerte paso a paso.

Vida divertida es ésta mía,

vida que yo sé de camuflaje.

No me oculto a los ojos del destino,

pues éste ya me tiene condenado

a padecer la vida.

Hablo sólo para lograr oirme

y quiero verme escrito,

para ver ante mí escrita mi condena.

Si indigno es el vivir,

no es más digna la muerte:

es el fin

donde la dignidad de sí

pierde toda importancia.

Paciencia del destino, Alcrudo Editor, Zaragoza 1980

 

FRAY MARCOS DE NIZA

Extáticos ante el nopal del águila y

la serpiente--compendio feliz de

nuestro campo--oyeron la voz del ave

agorera que les prometía seguro asilo

sobre aquellos lagos hospitalarios.

Más tarde, de aquel palafito había de

brotar una ciudad, repoblada con los

mitológicos caballeros que llegaban

de las Siete Cuevas -cuna de las sie-

te familias derramadas por nuestro suelo.

E quiso Dios Nuestro Señor que aquel García Holguín alcanzó

Más tarde, la ciudad se había prolongado

a las canoas y piraguas en que iba Guatemuz, y en el arte

en imperio, hasta los infaustos días

dél y de sus toldos y asiento en que iba le conosció que

de Moctezuma el doliente. Y fue enton-

era Guatemuz, el gran señor de Méjico, y hizo por señas que

ces cuando, en envidiable hora de asombro

aguardasen, y no querían aguardar, e hizo como que le

traspuestos los volcanes nevados, los

querían tirar con las escopetas y ballestas, y el Guatemuz

hombres de Cortés se asomaron sobre aquel

desque lo vió hobo miedo y dijo: "No me tire, que soy yo

orbe de sonoridades y fulgores.

el rey desta ciudad, e me llaman Guatemuz; lo que te ruego

es que no llegues a cosas mías en cuanto trayo, ni a mi

mujer ni parientes, sino llévame luego a Malinche".

Viajero has llegado a la región más transparente del aire

allí donde nada se divisa porque nada existe donde tanto dan pitas que magueyes porque la indiferencia que da nitidez al aire es suprema

Revista de Literatura, 10-11, 1976-77

 

 

Javier Lentini Otro amigo que también se me murió. Etnología, fotografía y poesía.

Hasta la segunda mitad del siglo XIX, la información y el conocimiento que la información aportaba (en el caso que nos interesa, información y conocimientos referidos a otras gentes, lejanas, y otros modos de vida, 'exóticos'), siguieron propagándose a la misma velocidad que habían alcanzado en el año 3.000 a.C., siguieron viajando con el hombre que los transportaba y a la velocidad de él, a pie, o a lomos de una caballería, o en barco. Por otra parte los hombres se conocían unos a otros a través casi exclusivamente de la mediación simbólica de las palabras y a través de las imágenes interiores que esas palabras creaban. En las bibliotecas se almacenaba costosamente la memoria de sólo una pequeña porción de la tierra y de sus gentes, memoria creada por un porcentaje de personas todavía más pequeño, exploradores, mercaderes, viajeros ocasionales. Y el aspecto de las cosas, gentes, lugares, ídolos y templos, quedaba fijado en imágenes visuales por un grupo muy reducido de hombres especialmente dotados y entrenados que pintaban cuadros, tallaban esculturas o ilustraban manuscritos y libros. Personalmente, un hombre sólo alcanzaba a ver pocas cosas en el mundo. Aun en el caso de los comparativamente pocos que viajaban, sólo podían ver los pueblos y los lugares por los que pasaban y a los que miraban. El conocimiento visual estaba limitado por el espacio y por el tiempo. Todo lo demás era conocido a través de las palabras de otros hombres, a través de su poder de descripción, y a través de la habilidad de los lectores y de los oyentes para dar cuerpo e imagen al acontecimiento simbólico de la interacción verbal.

Fue en este contexto en el que comenzaron a desarrollarse, más o menos por la misma época, la etnografía y la fotografía. Con el paulatino progreso de la expansión colonial euro-americana creció el número de personas que entraban en contacto con culturas exóticas, y las noticias que de éstas llegaban a Occidente se hicieron más frecuentes y más abundantes. Ya no eran sólo viajeros ocasionales los que entreveían fugazmente otros pueblos: militares, misioneros, colonos, comenzaban a establecerse en su vecindad, y sus descripciones se hacían más y más completas. Por el mismo tiempo, la invención por Eastman y Walker de la película en rollo y las primeras cámaras fotográficas Kodak (vendidas en 1888), junto con el kinetoscopio de Thomas Edison, dejaron definitivamente atrás los balbuceos de la daguerrotipia, la talbotipia y las placas húmedas de Archer. La etnografía y la fotografía se preparaban a entrar en escena.

En 1905, en el mismo año en que Freud publicó sus estudios sobre la histeria y sugirió una nueva y fascinante manera de hacer inferencias a partir de las formas simbólicas creadas en los sueños, Thomas Edison perfeccionó la cámara de cine. Así, a comienzos del siglo XX, al mismo tiempo que al hombre se le dió una visión nueva y revolucionaria de la realidad interior y, gracias a la etnografía, se le hacía posible vislumbrar la asombrosa riqueza de la diversidad cultural de la realidad exterior, la máquina fotográfica, que finalmente permitiría grabar y capturar el mundo exterior tal y como éste era realmente, llegó a su mayoría de edad. Por primera vez en la historia del esfuerzo humano por simbolizarse y representarse en su entorno, resultaba posible crear una imagen que era, en el sentido de Peirce, no un icono, semejanza visual de la realidad del objeto, sino un índice. El hombre ya no tenía que depender de la habilidad de unos pocos artistas especialmente dotados y entrenados que creaban imágenes que se asemejaban más o menos a los objetos. Mientras que el signo icónico de la imagen hecha a mano siempre era una semejanza del mundo real, la imagen de la cámara fue aceptada como un signo indéxico de ese mundo real, como una correspondencia punto por punto de la realidad al otro lado del objetivo. Con los signos indéxicos se alcanzó el status de sustitutos de la realidad. Todos creemos realmente que las imágenes de la cámara registran la realidad de los lugares, los pueblos y las conductas. Así, hacia 1905 los hombres habían desarrollado la habilidad de crear formas simbólicas en modos que nunca antes habían sido posibles y podían reproducir las imágenes de lugares y de gentes reales, gracias a una tecnología que creaba signos indéxicos sin depender de la habilidad de los artistas gráficos.

La respuesta de la etnografía a las enormes posibilidades que le abría la nueva tecnología fue casi instantánea. En 1900, el Congreso Internacional de Etnografía de París ya adoptó este acuerdo: "Los museos de etnografía deberían añadir a sus colecciones cronofotografías; no es suficiente poseer el utillaje de una artesanía, un torno, una jabalina, hay que saber cómo son utilizados, y eso no se puede conocer de una manera precisa mas que por medio de la fotografía". En 1905, en Alemania los etnógrafos que partían para el trabajo de campo llevaban consigo una cámara de cine, ese nuevo instrumento con el que podían registrar para estudio posterior la conducta y los rituales de los pueblos primitivos que estudiaban. Y en 1922, el doctor Regnault, que había sido el impulsor de aquel acuerdo del Congreso de 1900, precisaba sus ideas sobre el papel esencial de los registros visuales (y sonoros) para el desarrollo científico de la etnografía con estas palabras: "Hasta fin de siglo, la etnografía se contentaba con narraciones de viajeros, de comerciantes, de militares, de misioneros, etc. Por íntimo y prolongado que haya sido su contacto con los pueblos que describen, todos estos recolectores de documentos no pueden darnos mas que documentos subjetivos, porque los aperciben y los aprecian antes de expresarlos, y es sabido hasta qué punto el cerebro puede deformarlos, deformaciones que provienen de la exageración, del olvido, del desprecio de detalles juzgados insignificantes, etc. En fin, de la imperfección de nuestros sentidos que no pueden analizar los sonidos demasiado breves ni los movimientos demasiado rápidos. Ahora bien, gracias a dos instrumentos maravillosos, el fonógrafo y el tomavistas, la etnografía se convierte en una ciencia positiva y a partir de ahora dispone de documentos objetivos".

Para ser justos hay que decir que, igual que la etnografía se apercibió casi instantáneamente de las posibilidades de desarrollo que la cámara iba a abrirle, la fotografía, a su modo y sin saberlo, fue etnográfica desde un principio. Esto se ve claramente en la historia del cine. Los filmes se desarrollaron a lo largo de un camino dual. Una dirección estaba claramente motivada inicialmente por una ingenua preocupación etnográfica, la otra por un impulso de crear mitos y contar historias. Las primeras películas creadas en los laboratorios Edison fueron simples ejercicios de descripción etnográfica: un film que duraba un minuto de un ayudante de laboratorio tocando un violín, o de dos ayudantes de laboratorio besándose. El folleto que Thomas Edison hizo imprimir para describir su nueva invención llevaba como título Recordings from Real Life. En París, Lumiére, para quien el fin del cinematógrafo fue siempre registrar los fenómenos de la naturaleza para estudiarlos mejor, también usó la primera cámara de cine para registrar el ritual de la vida cotidiana: obreros saliendo a través de las puertas de la fábrica, parisinos apresurándose para alcanzar el tren en la Gare du Nord. En pocos años a ambos lados del Atlántico se estaban manufacturando películas. Las primeras películas proyectadas en los USA en los llamados nickelodeons continuaban las direcciones 'etnográficas' de Edison y de Lumière: filmes con los títulos de "Lavando al niño", "El tren llega a la estación", "Limpiando la casa", asombraban y deleitaban a los espectadores. Artículos y entrevistas en los periódicos de la época subrayaban que estas nuevas imágenes móviles eran valoradas por ser justamente 'lo que la gente hacía'.

Parece inevitable que las primeras películas fueran intuitivamente sobre la cultura, el movimiento, el ritual, de los acontecimientos cotidianos. Lo real estaba disponible, era capturado y fijado en los filmes. Pero también es cierto que, apenas inventado, el cine fue desviado de su vocación primitiva. Aparecieron los ilusionistas. Cuando George Mélies, un genial hombre del espectáculo, descubrió las posibilidades ilimitadas del trucaje, transformó la máquina de registrar lo real en máquina de fabricar sueños. La intención de Méliès era hacer teatro barato. La película se pensaba como una extensión del escenario, con más flexibilidad en cuanto a los lugares retratados. El período entre 1920 y el presente ha estado dominado claramente por los hacedores de mitos y los narradores de historias. Pero el impulso etnográfico siguió afectando a la teoría y a la práctica del cine. El llamado movimiento documental desarrollado en la Unión Soviética como un instrumento político inmediatamente después de la revolución, maduró a través de los filmes documentales británicos y canadienses, hasta que al final de los años 50 y comienzos de los 60 los filmes etnográficos de Jean Rouch y Edgar Morin en el Museo del Hombre de París, se convirtieron en la inspiración teórica de la 'nouvelle vague' francesa. Hoy incluso los filmes de ficción son diseñados teniendo presente la teoría etnográfica. El arte cinematográfico actual en gran parte está preocupado por reflejar imágenes y símbolos etnográficamente válidos. Los teorizadores en Francia, Inglaterra, Polonia, Italia, USA, apoyan sus teorías y sus análisis cinematográficos con referencias más o menos adecuadas a Lévi Strauss, Chomsky, Mead, y otros antropólogos y lingüistas.

Ahora bien, pese a estos prometedores inicios, la observación de los hechos humanos no ha utilizado adecuadamente las técnicas audiovisuales hasta hace medio siglo, como si la etnografía o la sociología hubieran temido usar esos útiles que no controlaban. La fotografía y el registro del sonido fueron considerados durante mucho tiempo como accesorios, incluso como accesorios peligrosos que podían prestarse a privilegiar la apariencia en detrimento de lo esencial. Todo lo más podían ser ilustraciones sin duda necesarias, pero sólo complementarias de las encuestas realizadas por los medios clásicos de la observación, la entrevista, el cuestionario. Algunos etnógrafos se esforzaban por ilustrar su trabajo de campo con imágenes que se aceptaban como viñetas agradables, pero se comprendía mal que un investigador perdiera su tiempo en buscar la imagen bella. La fotografía etnográfica nació en un contexto de desconfianza a todos los niveles. Afortunadamente, olvidados o rechazados ayer, hoy los medios audiovisuales, por el contrario, van camino de convertirse en un futuro próximo en útiles milagrosos capaces de conmover los fundamentos mismos de las ciencias humanas. Aunque es preciso poner las cosas en su sitio: las cámaras, las grabadoras, por muy perfectas que sean, no remplazan ni remplazarán nunca los modos clásicos de la encuesta etnográfica: fotos de una ceremonia no son factibles mas que si se conocen ya su desarrollo y su significación, no son utilizables mas que acompañadas de un texto preciso que explique lo que ninguna imagen puede mostrar. Similarmente, la grabación magnética de un texto dicho o cantado es inutilizable sin su transcripción y su traducción. Pero lo que hoy sabemos es que los maravillosos útiles audiovisuales que los hombres inventan y perfeccionan día a día deben ser complementos indispensables de los medios clásicos de la encuesta. Lejos de estorbarse se enriquecen mutuamente, y el diálogo etnografía-fotografía, ensayado, roto y retomado muchas veces, hoy es una confluencia esencial y fértil entre ver y saber, entre las artes de la imagen y las ciencias del hombre. El sueño de todo etnógrafo sería reunir, sobre cada una de las poblaciones que estudia, una especie de corpus de fotografías, de imágenes que recogieran los gestos habituales, el humilde ciclo de los trabajos cotidianos, los ritos estacionales, las fiestas, las ceremonias únicas.

JAVIER LENTINI, ETNOFOTOGRAFO.

Pero ¿qué es una fotografía etnográfica? Se puede salir del paso diciendo simplemente que una fotografía etnográfica es un género fotográfico caracterizado por un objeto especializado, exactamente igual que la fotografía médica, o la fotografía de arte. Ahora bien, lo que a mí me parece es que cuando los fotógrafos hacen fotografías etnográficas sin duda son fotografías, pero rara vez son etnográficas; y cuando las hacen los etnógrafos, pueden ser etnográficas, pero no suelen ser fotografías. Entiendo que se podría decir que una fotografía es etnográfica sólo cuando alía el rigor de la encuesta científica con el arte de la exposición fotográfica.

¿Qué son las fotos etnográficas? ¿Existen? Lo que yo sé es que hay algunas raras ocasiones en que el espectador participa en ceremonias extrañas, discurre, circula por ciudades o a través de paisajes que no ha visto nunca, pero que reconoce perfectamente. Este milagro sólo lo puede producir la fotografía. El primer plano de una sonrisa africana, de un guiño de ojo mejicano a la cámara, un gesto europeo tan banal que a nadie se le habría ocurrido fotografiarlo, desvelan el rostro emocionante de la realidad. Me parece de todo punto evidente que este contacto inmediato con el hombre que la cámara establece, debe ser uno de los elementos importantes de la comunicación sociológica. A este respecto la fotografía representa un contrapeso saludable a la expansión desordenada, a veces demencial, de la jerga antropológica actual: una sonrisa, la crispación de un rostro, restituyen la presencia sensible del hombre sepultado bajo los áridos tratados que todos nosotros somos culpables de perpetrar. Etnofotografías de Javier Lentini acompañan a mi contribución, "Los pueblos de Africa", en Las Razas Humanas de la Editorial Gallach, y cada vez que las contemplo tengo la renovada sensación de que esas apenas treinta imágenes aproximan más al lector a las culturas y a las gentes africanas que los más de trescientos folios que yo redacté.

Carpenter relata que, después de haber rodado películas de un ritual de circuncisión en Nueva Guinea, cuando se las proyectó a los actores de aquella ceremonia de pubertad, éstos dejaron de celebrar el ritual, y lo sustituyeron por proyecciones de la película. No sé si será mera broma o anécdota cierta, pero en todo caso con las fotografías etnográficas de Lentini sí podría ocurrir algo parecido.

Acompañar a Lentini en su fascinante exploración del mundo a través de sus fotografías y, no se olvide esto, de los informes etnográficos que escribe él mismo, es una experiencia enriquecedora. Conocer con él en Etiopía, Somalia y Djibuti a los afar, criadores nómadas de camellos, cabras y ovejas, que cultivan en los oasis maiz y tabaco, comercian con los preciados bloques de sal del desierto y, los que viven junto a las costas, pescan y hacen contrabando con el Yemen del Norte, es fuente de vivencias etnológico-estéticas por desgracia poco frecuentes. Como lo es seguirle a Paraguay para ver a través de sus ojos a los mak'a, los chiripá y los guayaquí, y leer su conmovida toma de partido por esos indios oficialmente integrados a los que un setenta y siete por ciento de los habitantes de las grandes ciudades paraguayas, Asunción, Villarrica, Concepción y Encarnación, consideran seres inferiores, sucios, feos y haraganes, y en consecuencia usan la libertad que unos poderes indiferentes, cuando no cómplices, les consienten para tratarlos 'como animales, porque no están bautizados'; o igualmente dejarse deslumbrar con Lentini por la belleza sensual de las pinturas, sobrecargadas de símbolos tántricos, que las mujeres de Mithila, en el Estado de Bihar, al nordeste de la India (el lugar en que, narra el Ramayana, Rama se desposó con Sita), aprenden de sus madres y sus abuelas y enseñan a su vez a sus hijas.

Porque Javier Lentini ha captado como pocos lo esencial de la fotografía etnográfica: no sólo reflejar la realidad de exóticos modos de vida (y muerte: pocas fotos conozco como las suyas de los ritos funerarios toradja), sino enseñarnos a verla. A través de los ojos del etnofotógrafo Lentini vemos más de lo que veríamos directamente, porque él, gracias a su doble aprendizaje como etnólogo y como fotógrafo, sabe lo que tiene que mirar y sabe cómo tiene que mirarlo. Y afortunadamente ha mirado a muchos sitios: a Druk Yul, la tierra del trueno del dragón, el mal conocido Bután, en el corazón del Himalaya; a Comodo, la isla de los dragones varano en el archipiélago indonesio de la Sonda; a las iglesias excavadas en la roca de Lalibela, al Norte de Etiopía; a los templos de Khajuraho, a la pagoda negra de Konarak, a la escultura erótica de los templos de amor hindú; al mercado de los brujos, el mercado de Bé, en Lomé, Togo, en el que se pueden conseguir gri-gri, amuletos de todas clases, piedras del trueno, ratas, loros, camaleones disecados, cráneos de monos y de caimanes; a la bellísima arquitectura de los dogon de Bandiagara, Mali; a los kirdi cameruneses, etc.

Como Javier Lentini tiene los ojos inmensamente abiertos al mundo, ávidos de ignota belleza, ha encontrado nuevas para nosotros, de las que nunca nadie había hablado aquí: la pintura khobar de Mithila es un ejemplo de ello. Como lo es la isla de Taquile, en el Titicaca, cuyo estudio antropológico está por empezar. Igualmente, creo que en castellano nadie había escrito nunca antes que él de la wektu telu, la heterodoxia islámica de la isla de Lombok, vecina a Bali, un islam que no observa el Ramadán ni peregrina a la Meca, y que permite comer cerdo ya que nada creado por Alah puede ser malo.

Con la misma pasión con que mira, Lentini siente y piensa; su mirada no es nunca neutral, denuncia la opresión y toma partido por los oprimidos y por quienes los defienden. Ha dicho cosas hermosas contra el caciquismo fascista y los torturadores de la CIA en Paraguay y en defensa del abortado Proyecto Marandú y del antropólogo Miguel Chase-Sardí, su promotor encarcelado. Ha denunciado la hipocresía y el egoísmo de los menonitas en su opresión de los indios. Y con Bartomeu Meliá, se ha puesto de parte del guayaquí y en contra de los 'hombres vestidos', recogiendo la doliente respuesta del indio a quienes le acusan de deforestar la selva: "Yo corto dos brazos de leña al día y de eso viven mis hijos. Por el camino allí pasan de sol en sol diez veces diez camiones, cada uno con cien brazos de madera y no es para comer". Mas en la protesta de Lentini hay la amarga lucidez desencantada del que no puede creer en utopías falaces. Como escribe él mismo en "Religión, magia, medicina" (1981): "Somos médicos, nuestra herencia de los sacerdotes no puede ser la promesa de milagro, sino tan sólo la ilusión de la propia vida. El futuro puede ser una educación en la que la aceptación de la muerte conlleve la desaparición del milagro".

Tal vez lo que antecede pueda hacernos entender -y agradecer- mejor lo que Javier Lentini lleva hecho por aproximar a nosotros modos de vida distantes y exóticos, en suma, por ayudarnos a ensanchar los límites demasiado estrechos de nuestra propia humanidad. Lentini se inscribe en la línea de la mejor antropología, aquella que surgió del asombro ante lo exótico y ganó respeto y consideración al mostrarse capaz de describir y de explicar el enigma de la variedad humana, de preservar un sentido de humanidad compartida, una "conciencia de especie" que nos permitiera a nosotros, ciudadanos del hipercivilizado Occidente, acercarnos a otras sociedades con la confianza de que nuestra común humanidad está a la altura del mayor obstáculo de cualquier diferencia. A través de la comunicación con las otras culturas, y de modo especial con los primitivos, los exóticos, del pasado y del presente, las fotografías y los textos de Javier Lentini nos permiten captar una imagen, una visión, un sentido de la realidad y de la vida que en otro tiempo fueron patrimonio de toda la humanidad y hoy todavía lo son de una parte de ella; tener, en definitiva, una vislumbre de otra posibilidad humana, tomar conciencia de lo que hemos perdido de nuestra humanidad.

Ciertamente para lograr esto no basta ser, como lo es Lentini, etnólogo y fotógrafo: es preciso algo más, hace falta un plus de sensibilidad que esas dos cualificaciones no confieren. Hace falta ser poeta. Pero es que Lentini, el etnofotógrafo, es poeta. He escrito, y luego tachado, 'etnopoeta'. No es que no sea cierto: la publicación Hora de poesía, que él edita, incluye asiduamente traducciones y breves y esclarecedores estudios y comentarios de poesías tradicionales de pueblos exóticos, "Poesía del Alto Atlas", "Poesía malgache". Más todavía, de la más reciente de sus obras poéticas, Viaje a la última isla (Barcelona, Lumen, 1991), escribe en el prólogo Manuel Mantero: "Viaje a la última isla es eso, un libro de viajes, un inusual libro de viajes: el contacto con geografías y épocas que representan todos los espacios y todos los tiempos, desde una realidad transformada por la imaginación del viajero, quien sabe que para llegar a la última isla o paraíso hay que descolocar los caminos normales ... En su repetida búsqueda de lo paradisíaco a través de los siglos, el poeta acudirá a los escenarios menos contaminados por la civilización; el poema 'La sal' se sitúa en Africa, 'Eldorado' en América, 'Om Mani Padme Hum' y 'Dewa Kumari' en Asia, 'Los Dayak' y 'El sol' en las islas entre Asia y Australia". Etnopoesía, ciertamente. Pero tengo para mí que 'poeta' es palabra a la que cualquier prefijo limita: poesía es ser humano, rotura de todas las fronteras, universo.

Así pues, poeta. Y, poeta, Javier Lentini no sólo ha visto, fotografiado y descrito para nosotros, por nosotros, pueblos, lugares, hombres, los ha transfigurado poemáticamente, como esta caravana de la sal:

Perdí la última caravana de la sal

Yo mismo hube de cortar

los bloques rectangulares y comenzar la travesía del desierto

desde el lago Assal

el punto más bajo de Africa

donde el agua se evapora por el intenso calor

y deja accesibles los preciados cristales

Debo llegar

al puerto de Mopti

Desde allí

por el río Níger

venderé la sal de la vida de poblado en poblado

Cuando me cruzo con alguien por el camino

-siempre otra caravana

nadie se aventura solo entre la arena-

me contemplan como se mira al loco que se cree insecto

o espejismo

No llegan más viajeros que sigan mi pista

ni alcanzo a los que me precedieron

De vez en cuando

pruebo la sal con mi lengua

y eso me cerciora de que estoy vivo

Pero no sé ya hacia dónde queda Mopti

Ignoro si es sal

lo que transporto

a pesar de que mis labios lo crean

...

Pero la aferro fuertemente entre mis brazos

porque debo creer en ella

para alcanzar

cualquier lugar y seguir pensando

que mi viaje

mi soledad

o la sal

sirven de algo

Es una fortuna para todos nosotros, pero en especial para los que somos antropólogos por oficio, que Alberto Cardín yJavier Lentini lo sean por la más alta razón: por poesía. Ojalá que su ejemplo valga para mantener despierta en nosotros la conciencia de la belleza de nuestro común empeño: porque debemos creer en ella para alcanzar cualquier lugar y seguir pensando que nuestro viaje, nuestra soledad o la sal sirven de algo.

(Ramón Valdés del Toro, Catedrático jubilado de Antropología Social.)