Publicado
en Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, núm. 13 (2003).
Josep
Antoni Bermúdez, Foucault: un il.lustrat radical? Valencia, Universitat de
València, 2003.
Justo
Serna
Toda
palabra que le concierne resuena en él hasta el extremo, y es esta resonancia
lo que teme, hasta el punto de rehuir medrosamente todo discurso que puedan
hacer y del cual sea el sujeto. La palabra de los otros, elogiosa o no, está
marcada en su origen por la resonancia que pueda llegar a tener. El sólo,
porque conoce el punto de partida, puede medir el esfuerzo que tiene que hacer
para leer un texto si éste habla de él. El vínculo con el mundo es conquistado
siempre así a partir de un miedo.
Roland
Barthes par Roland Barthes. La
muerte de Michel Foucault.
1.
El lunes 25 de junio de 1984, en la cúspide de su notoriedad, cuando la obra
del filósofo alcanzaba el apogeo que seguía a una crisis de creatividad, cuando
su fama rebasaba fronteras y se extendía por Norteamérica, moría Michel Foucault.
Su fallecimiento conmovió a una multitud creciente, a numerosos lectores y
simpatizantes que se sentían afines a su obra o, al menos, espoleados por
sus ideas. Aquel acontecimiento aciago se vio envuelto en inexactitudes, en
rumores, en medias palabras, como si ese hecho fortuito, ese escándalo que
es siempre la muerte le diera un significado retrospectivo a lo dicho y a
lo hecho por el pensador. “La muerte de Foucault cayó sobre nosotros de forma
tan rápida e inesperada –anotaba Jürgen Habermas en una necrológica— que uno
no puede evitar el pensar en que aquí todavía se documenta la vida y la teoría
de un filósofo en el acontecimiento y en la contingencia brutal de su muerte
repentina”. La muerte siempre es repentina, siempre llega antes de lo previsto,
siempre liquida lo que aún estaba por desarrollarse, en este caso a los cincuenta
y siete años. Tanto es así que los mortales, en efecto, no solemos resignarnos
fácilmente al sinsentido de un cese escandaloso: por ello buscamos algún significado
que nos apacigüe con nuestra condición finita, que dé alguna justificación
a lo que no parece tenerla. En el caso de Foucault, por ejemplo, el sida sirvió
para entender lo que carece de sentido, sirvió para hacer causa común frente
a la gravedad pública y privada de una enfermedad real y metafórica que por
entonces se agigantaba y amenazaba como nueva plaga. Pero sirvió también para
que muchos de los que le sobrevivieron se interrogaran sobre la existencia
del filósofo, sobre la justeza de sus elecciones, sobre la temeridad de sus
últimos años y sobre la relación que podía haber entre obra y vida.
Algo
parecido les había sucedido a otros maîtres à penser parisinos, autores que
se convirtieron en tutela y guía de varias generaciones, en norte y dirección,
y a los que, después, se les descubrió públicamente en toda su humanidad,
en su debilidad y grandeza personales. Roland Barthes y Louis Althusser, por
ejemplo. Que una furgoneta absurda acabara con la vida de Roland Barthes,
que un imprevisto accidente de tráfico, que un golpe dado por un vehículo,
apagara la voz de quien había sido interlocutor y maestro de una generación,
resultó inexplicable y odioso. Que, además, esto sucediese sin que ninguna
señal lo anunciase, sin la premonición cierta de lo que iba a ocurrir,
no fue fácil de aceptar, como nos recordaba Louis-Jean Calvet en la sentida
biografía que le dedicara años después. ¿Había alguna lección que extraer
de ese hecho fortuito y desgraciado? ¿Resumía una vida, por ser metáfora de
algo? También el caso de Louis Althusser se convirtió, efectivamente, en un
caso. Un malestar psíquico antiguo, una patología mental, un estado transitorio
de enajenación, no sé, llevaron al filósofo francés a estrangular a su esposa
Hélène en 1980. Él quiso hacerse cargo de sí mismo arrostrando con las consecuencias
de su acto, pero la justicia y la psiquiatría francesas declararon a Louis
Althusser incapaz, no procesable. Desde entonces tuvo que llevar una vida
de silencio, de muerte civil –como admite con amargura en El porvenir es largo--un
retraimiento forzado hasta su definitiva desaparición en 1990.
El
fallecimiento de Michel Foucault fue tan doloroso, tan inexplicable y tan
escandaloso como el de Barthes o el de Hélène Althusser y muchos de sus contemporáneos
no se resignaron a aceptar ese sinsentido. Para inculparlo o para exculparlo,
para apiadarse o para enrabietarse, lo cierto es que la muerte de Foucault
dio origen a comentarios, a fabulaciones, e incluso a una literatura ad hoc
que sirvió para leer la vida del filósofo, para hacer de la suya una vida
escrita, apasionante, oculta, dañada y gozosa; una vida en la que la amistad,
la honestidad intelectual o la homosexualidad y su expresión sadomasoquista
habrían sido sus hilos conductores, la clave con la que reescribir los acontecimientos
y su sentido. Pero de ser así, ¿qué operación metafórica era ésta que explicaba
una existencia por la índole concreta de su muerte? ¿No era una reconstrucción
retrospectiva que forzaba la coherencia de un sujeto que justamente se había
empeñado en des-subjetivarse? Desde entonces, las biografías de Foucault se
han sucedido, incluso las novelas que fantasean y recrean su agonía: volúmenes,
en fin, que desconciertan a sus lectores y que se suman uno tras otro formando
un género floreciente, confirmando la inevitabilidad del conflicto de interpretaciones
y la propensión metafórica, simbólica, de las vidas ejemplares. Son éstos
unos libros que han servido, además, para que sus autores se enemisten entre
sí, para que se reprochen o se dirijan acusaciones de plagio, de falsedad,
de maledicencia. Hablo de las interesantes obras de Didier Eribon, de David
Macey, de James Miller o también de Hervé Guibert.
Ahora
bien, más allá de esas explicaciones ajustadas a la verdad o no que sus biógrafos
hayan hecho suyas, la muerte de Foucault y su propia vida sólo son en principio
un dato externo, extratextual, sin correlato inmediato y visible en su obra.
Y, sin embargo, dicho esto, me corrijo, me enmiendo: su escritura es irreparable
y paradójicamente autobiográfica, concebida como experiencia directa para
así poder desgarrarse, para ocultarse, para impedirse ser siempre el mismo.
“No estoy interesado en el estatuto académico de lo que hago”, le decía a
Stephen Riggins en 1982, “porque aquello que me preocupa es mi propia transformación.
Ésa es la razón por la que cuando me dicen: ‘Pensaba tal cosa hace algunos
años y ahora dice algo distinto’, mi respuesta es ‘¿Cree que he trabajado
tanto todos estos años para decir lo mismo y no haber cambiado?’. Esta transformación
de uno mismo por el propio conocimiento es, en mi opinión, algo cercano a
la experiencia estética. ¿Para qué tendría que trabajar un pintor si no persiguiera
transformarse con su propia pintura?” Esa condición, esa mixtura entre obra
y vida, y esa sucesión de obras que modifican la vida, justificarían, pues,
las laboriosas y controvertidas reconstrucciones de sus exégetas. Foucault
dio suficientes pistas sobre ese hecho, y justamente por eso los biógrafos
se abalanzan desde entonces con el fin de aclarar la relación que pueda predicarse
entre ideas, existencia y muerte.
¿Cómo
podemos tomarnos ahora esos acontecimientos de 1984? La mejor manera es, probablemente,
la de aceptar aquella muerte –como todas las muertes--, hacer el duelo, leerla,
sin más, al modo antimetafísico que propugnara el propio Foucault: “como un
suceso intempestivo en el que se manifiestan la fuerza y la crueldad del tiempo;
el poder de lo fáctico –añadía Habermas en su necrológica--, que supera sin
sentido y sin triunfo el sentido difícilmente establecido de cualquier vida
humana”. No hay trascendencia que nos alivie, no hay historia que sirva de
justificación o prolongación de nosotros mismos, no hay orden y dirección
que dé coherencia global al itinerario que seguimos, no hay metafísica que
atempere nuestros miedos y nuestro cese. Foucault –insistía Habermas tomándose
en serio algunas palabras del pensador muerto— prolonga y corrige la tarea
reveladora de Kant, de esa tradición que llega hasta hoy y que nos obliga
a aceptar las consecuencias de nuestra indeterminación, las consecuencias
de una historia sin metafísica. “Para Foucault la experiencia de lo finito
se ha convertido en el aguijón filosófico. Foucault –concluía Habermas— ha
observado el poder de la contingencia”.
2.
Han pasado veinte años de aquella muerte y la influencia del filósofo francés
no decae. Tanto es así, que aún hoy muchos toman sus palabras como oráculo,
predicción o radiografía de nosotros mismos, de nuestro presente. La literatura
secundaria sobre Foucault sigue creciendo, y su eco y sus efectos pueden apreciarse
en numerosos idiomas, en francés, por supuesto, pero también en inglés, en
alemán, en castellano o en catalán, por ejemplo. Editado por Publicacions
de la Universitat de València, acaba de aparecer Foucault: un il.lustrat radical?,
un ensayo filosófico que firma Josep Antoni Bermúdez, basado en la tesis con
la que logró el grado de doctor. Su texto tiene tres partes. En la primera,
el autor presenta las principales aportaciones del filósofo, como pensador
sobre objetos externos cuyo desvelamiento es propiamente una debelación; pero
también lo presenta como lector de sí mismo. Inspirándose, en efecto, en Roger
Chartier, el historiador que examinara las relecturas que el propio Foucault
se hiciera, trata de reconstruir los itinerarios posibles, los desplazamientos
de interés y que le sirvieron para resignificar una y otra vez su obra. En
la segunda parte, Bermúdez defiende a Foucault como ilustrado frente a sus
críticos, principalmente frente a Jürgen Habermas, del lado socialdemócrata,
y en menor medida frente a José Guilherme Merquior, del lado liberal. En la
tercera parte muestra la condición de intelectual específico (y no universal)
que tendría el pensador: alguien que se compromete interviniendo en las esferas
de subjetivación y de sujeción de los individuos. A pesar de proceder de una
tesis doctoral, esta obra se ha desprendido, sin embargo, del armazón pesadamente
académico que suele ser común en tantos libros de semejante origen. Se lee
con agilidad, incluso con gusto, aunque el autor se obstine a veces en repetir
lo que ya dejó claro de antemano o aunque incurra en algún didactismo innecesario.
No es rigurosamente cierto que una tesis doctoral sólo sea el simple traslado
de huesos de un cementerio a otro, aun cuando la investigación tenga por objeto
la obra de un muerto. Menos todavía lo es en el caso de este libro, en el
que la depuración del academicismo vivifica al muerto, aunque eso –según veremos
después— también puede ocasionar problemas, serios problemas.
La
tarea que se propone Bermúdez no es sencilla, puesto que su relectura del
filósofo le obliga a abordar una obra original e incómoda, profunda e irritante,
de estilo expresivo y caracterizada por una fortísima presencia del yo, la
huella de un yo que cambia: una obra, en fin, de la que son deudores numerosos
comentarios y adhesiones, analistas y biógrafos más o menos avezados, y avalistas,
seguidores, exégetas y hermeneutas esforzadamente fieles. Bermúdez no siempre
escapa a las redes del lenguaje foucaultiano, y así juzga al filósofo con
sus propias categorías o lo parafrasea con su mismo léxico. Se obliga a emplear,
en efecto, un vocabulario obstinadamente foucaultiano y con ello pone a prueba
el instrumental analizado. ¿Es correcto hacerlo así? En otros comentaristas,
este modo de operar revelaba pereza o vicio de lenguaje, si podemos decirlo
así, puesto que, lejos de ser precisión filológica, era simple comunión o
mera fidelidad. En Bermúdez, hay adhesión a Foucault, qué duda cabe, pero
hay también cierta experimentación aplicada sobre el objeto mismo de su adhesión
y hay metarreflexividad. Por hacerlo así, por no ser sólo un calco obediente,
nos las vemos con una radiografía atrevida, amplia, erudita, arriesgada en
algunos pasajes, acomodaticia y académica en otros, pero retórica siempre:
es el ensayo que refleja a un lector amante de la escritura y cuidadoso de
la expresión, del significante y de les mots.
¿Pero
quién les habla ahora? ¿Quién juzga la calidad de este ensayo filosófico?
Admitirán los lectores que, en principio, mi condición de historiador no me
avala y que es dudosa, pues, mi competencia: más aún, que es muy incómoda
mi ubicación. Permítanme justificarme. Por un lado, me aventuro comentando
un libro rico, exhaustivo, incluso prolijo, sobre un tema del que no soy experto,
pero del que leo sin parar y del que no consigo desprenderme desde que hace
casi treinta años me deslumbrara la introducción de Las palabras y las cosas.
Por otro, me atrevo a hablar de Foucault porque tratando de este filósofo
no está de más tener a un historiador como lector, a uno de esos caballeros
de la exactitud como jocosamente nos calificara el pensador francés. La tesis
que en el ensayo de Bermúdez se defiende, la concepción de Foucault como ilustrado
radical, se sostiene contra el diagnóstico de Jürgen Habermas, que juzgaba
al francés como neoconservador, como inspirador de los posmodernos: ese hecho
me resulta muy incómodo, puesto que me obliga a contrastar a Foucault con
el filósofo alemán, un filósofo que, perdónenme el atrevimiento, no me interesa
especialmente, sobre todo por su estilo, por su expresión, por su modo de
enunciar las cosas. Hace unos años, en una entrevista a Jon Elster que se
le hiciera en la revista Mètode, el interpelante le preguntaba sobre su colega
Jürgen Habermas. La respuesta de Elster fue muy ingeniosa y acertada, una
respuesta que hago mía: Habermas –decía el sociólogo escandinavo-- plantea
los asuntos centrales de nuestro tiempo, pero en el lenguaje más inadecuado.
Así, citando al filósofo alemán, empieza Josep Antoni Bermúdez y todo el libro
es una defensa e ilustración de la tesis que lo contraría, que contraría su
diagnóstico: Foucault, en fin, aparece como ilustrado. ¿Es así? ¿Podemos dar
por bueno ese dictamen? Teniendo presentes las limitaciones de mi condición,
que arriba confesaba, me propongo decir algo sobre Foucault y sobre Bermúdez,
y lo haré como historiador y como lector.
3.
¿Hay alguna lección provechosa en el filósofo que pueda servirnos a quienes
profesamos la disciplina histórica? Deberíamos preguntarnos de qué modo ha
sido leído y de qué modo podemos leerlo aún hoy. Y deberíamos interrogarnos
también por qué ha sido tan influyente entre las nuevas generaciones de historiadores
y por qué su nombre es –veinte años después de su muerte— tan inevitable,
para bien y para mal, entre la historiografía de vanguardia. No aspiro a resolver
esto y no creo que Josep Antoni Bermúdez lo pretenda tampoco. Ya casi es imposible
agotar las lecturas, las interpretaciones y los comentarios de que ha sido
objeto: la literatura sobre Foucault es oceánica y, en efecto, a una y otra
parte del Atlántico se multiplican las obras sobre su obra, los historiadores
que recuerdan la pertinencia de sus categorías, que alaban su vigencia o que,
por el contrario, rechazan las consecuencias escépticas de su visión. No aspiro
a ser exhaustivo, sino a dar con la razón o razones que justifican esa celebridad
intempestiva. Ha pasado mucho tiempo desde su desaparición –insisto: repentina,
escandalosa, carente de sentido, como todas--, y esa misma distancia nos permite
evitar los diagnósticos expeditivos, las condenas circunstanciales o las celebraciones
apresuradas de su vida, de su fallecimiento y de su obra. Decía Emil Cioran
que no deberíamos escribir sobre lo que no hubiéramos releído. Yo he cumplido
con ese dictum, he leído y releído a Michel Foucault, el Foucault que se pronunció
sobre la Ilustración, y, además, lo he hecho paralelamente a la lectura del
ensayo de Bermúdez.
De
la publicación de sus libros más afamados se cumplen ya muchos años, y si
originariamente el éxito de Foucault pudo ser circunstancial, catapultado
por las modas parisinas que entonces dominaban, su actualidad editorial y
la permanente reimpresión de la que son objeto merecen algún comentario. ¿Qué
hay en esos textos para que hoy se sigan leyendo? ¿Qué hay en esos volúmenes
para que, muchos años después, aún susciten interés, inquietud o controversia
entre historiadores o filósofos? Los tratos que Michel Foucault tuvo con la
historiografía son variados, y todos sus textos, que tienen una vertiente
histórica evidente, nos interpelan a los profesionales de la historia. Por
un lado, su obra prolonga la crítica kantiana: el sapere aude era una evaluación
de lo hecho en el pasado o de lo no hecho, de lo que faltaba por hacer. Foucault
examinará el lastre de la Ilustración, el poder pastoral o la gubernamentalización
o la sujeción que la razón moderna facultó. Hay, pues, un escrutinio de la
historia y de sus objetos: la locura, la ciencia, la medicina, la punición,
la sexualidad. Por otro lado, su obra ahonda y desarrolla el ataque nietzscheano
a la idea de sentido histórico y a las nociones mismas que le han dado soporte
(origen, continuidad, etcétera). Por eso, lleva a cabo la crítica a la concepción
del devenir que se funda en alguna suerte de razón o hilo rojo que dispensaría
significado global, universal. Finalmente, sus reflexiones lo son sobre determinados
universales tomados por evidentes, constitutivos de esa metafísica del ser
que Heidegger combate, sobre los a prioris que nos constituyen, sobre a prioris
observados históricamente y cuya naturalidad se desvanece a fuerza de apreciar
sus cambios, transformaciones y desplazamientos. Esa mirada se basaría en
una concepción discreta de la historia, una concepción en la que la idea misma
de continuidad es abolida al tomarse como engañosa, propia de la racionalidad
retrospectiva con que las sociedades se contemplan y se apaciguan. Esas ideas,
interesantes e inquietantes, fueron y se tomaron como una interpelación a
los historiadores, una interpelación incómoda y rica que requería la reordenación
de los objetos habituales del conocimiento y la crítica de su complicidad
institucional. El discurso foucaultiano nos retaba, en efecto, a fuerza de
asemejarse al nuestro, a fuerza de adoptar un estilo propio, pero un estilo,
al fin, que contenía en su misma expresión convenciones y recursos característicos
de historiador empleados con otros fines. Eso nos aproxima, nos asemeja, pero
también nos incomoda y nos inquieta. Hay, como decía Nietzsche en Así habló
Zaratustra, un abismo que saltar entre las cosas semejantes. Entre el discurso
foucaultiano y la escritura académica de la historia hay vínculos evidentes
y proximidades sorprendentes, pero hay también un abismo, distancias infranqueables
y hay, en fin, diferencias de procedimiento. Por eso, por esa semejanza inquietante,
es por lo que –como se reconoce frecuentemente-- la obra reciente que más
ha marcado a los historiadores franceses no es la de uno de sus pares, es
la de un filósofo, es la de Michel Foucault. Dicha influencia, que se debe
a la publicación de sus obras mayores, ha sido ambivalente y sólo ha podido
aceptarse con reservas e incluso con la inquietud característica que provoca
un enfoque que se adivina familiar y lejano.
4.
De estas cosas da cuenta suficiente y fundada Josep Antoni Bermúdez, evaluando
las consecuencias del pensamiento foucaultiano. Pero en este ensayo hay algunas
decisiones que el autor adopta y que se revelan muy criticables, al menos
si nuestro fin es conocer mejor al pensador francés. Quisiera discutir esas
opciones erróneas: una es de índole filológico-documental, la otra, de naturaleza
biográfica.
Primero.
Para analizar su legado, Bermúdez adopta una decisión llamativa, incluso temeraria:
no toma las obras mayores del filósofo, esas que le catapultaron a la fama,
sino que se vale de ese otro Foucault menor, circunstancial, autor de paratextos
con los que prolongaba sus textos y sus tesis. Bermúdez lo juzga “més subtil”.
Es decir, se centra en Dits et écrits, los cuatro volúmenes editados en 1994
por Daniel Defert, François Ewald y Jacques Lagrange y que recogen sus artículos,
sus ensayos breves, las entrevistas en las que Foucault se explica. Con ello,
según creo, Bermúdez aspira a rehacer un Michel Foucault par Michel Foucault.
Me parece muy interesante ese reto que el autor se plantea, pero no creo que
salga completamente airoso del mismo. De hecho una y otra vez recurre a las
obras mayores, con lo que incumple su propio programa, justamente porque no
tenía más remedio que incumplirlo: porque no se justifica la separación del
paratexto del texto que lo origina, como si aquél fuera un comentario más
sutil de lo que en el libro mayor estaría prolija o abstrusamente dicho. Por
otra parte, dado que quería basarse en Dits et écrits, habría que haber hecho
un escrutinio documental, filológico-histórico, que pusiera de relieve qué
tipo de operación mercantil-editorial hay detrás de esta compilación. ¿Quiénes
son Defert, Ewald y Lagrange? ¿Qué implicaciones personales se libran con
esta interesantísima e imprescindible edición? ¿No son los Dits et écrits
la conversión de documentos en un monumento, por decirlo con el filósofo francés?
¿No son la conversión de Foucault en autor de obra completa y póstuma? La
posteridad, como vemos, acaba dando sentido, coherencia y orden a aquello
que no lo tenía, y la memoria, el monumento o la fidelidad asean al muerto.
¿No
fue Foucault quien examinó críticamente las nociones de autor, de obra, de
obras completas? Pues bien, Bermúdez acepta acríticamente la evidencia, el
a priori, de Dits et écrits, unos volúmenes ideados después de la muerte del
filósofo. “Así, somos plenamente conscientes de cuáles son nuestras responsabilidades”,
decían en la introducción Daniel Defert, François Ewald y Jacques Lagrange.
“Estos volúmenes reúnen textos que Michel Foucault había dejado dispersos
en vida. Sabemos que, a pesar de nuestro escrúpulo de intervenir lo menos
posible, hemos producido, bajo el nombre de Michel Foucault, algo inédito.
No hemos querido contribuir a crear eso que sería la Obra de Michel Foucault,
esa noción que siempre había rechazado para sí mismo, sino únicamente poner
a disposición de todos textos difícilmente accesibles en razón, en particular,
de la diversidad de sus lugares de publicación”. Y, sin embargo, los editores
crean Obra diez años después de su muerte (como Obras esenciales se ha traducido
su versión abreviada al castellano), una Obra que Foucault no alumbró y que
aparece en 1994 en un sello de gran prestigio, Gallimard, y en una colección,
Bibliothèque des Sciences Humaines, fundada por Pierre Nora, y que había servido
para consagrarle junto a los otros mâitres à penser parisinos. Algo parecido
hace, por su parte, el propio Josep Antoni Bermúdez en otro libro que le debemos
y que es parejo o parasitario del que ahora analizamos. Se trata de Foucault
vist per Foucault, una compilación de textos procedentes de los Dits et écrits
que traduce al catalán y que publica en Bromera como si fuera un apéndice
documental de su tesis. La operación de selección que lleva cabo es, en gran
parte, antifoucaultiana –como él mismo reconoce--, una recreación, pero no
es ése el auténtico problema. La cuestión es efectivamente otra: de nuevo,
las interesantes glosas que Josep Antoni Bermúdez añade en dicho volumen nada
dicen de la operación editorial que hay detrás de los Dits et écrits y, por
tanto, no nos informan de la naturaleza de los paratextos del propio filósofo
y de aquellos otros que Defert, Ewald y Lagrange agregaron en 1994.
Hay
una historia cultural, incluso de inspiración foucaultiana, que trabaja de
modo bien distinto. Hay que estudiar las ideas, los enunciados, los discursos
dentro de los textos que los producen o en los que se insertan. Es ésta una
historia cultural que tiene afinidades con algunos de los avances que ha experimentado
la teoría textual en las últimas décadas (la teoría de la recepción alemana,
el nuevo historicismo norteamericano, etcétera) y que se propone estudiar
la cultura como proceso de creación y difusión de signos y significados. Es
ésta, en fin, una historia cultural que toma la filosofía como el objeto de
un complejo proceso de comunicación, como un producto en el que intervienen
un contexto, un autor, una voz que da forma, trama y discurso a un objeto,
un artefacto material llamado libro, algunos mediadores que lanzan o condicionan
su lectura y su recepción, y unos destinatarios. Precisemos. El pensamiento
es resultado de un acto de creación por parte de un emisor, es realidad interior
y exterior, pero es también una tradición, un código, un sistema verbal en
prosa regido por reglas que el autor toma en préstamo, un sistema cerrado,
consumado que no se prolonga ni revive. Es un texto, pero es también un libro,
un objeto, entorno y circunstancia, una industria cultural, un mercado y una
audiencia. El volumen exige, en fin, un receptor que lo actualice, que lo
lea de acuerdo con su propio esquema heredado, de acuerdo con las instrucciones
que dictó el autor y que quedaron insertas en el discurso o de acuerdo con
las pistas y reclamos que los editores pusieron en las introducciones, en
las solapas, en las fajas, en las cubiertas y en las contracubiertas. Pero
esa recepción suele ir más allá de los códigos implícitos o explícitos que
están en la literalidad de lo escrito, puesto que el lector usa esas palabras,
las interpreta de acuerdo con su intuición, su enciclopedia y sus necesidades.
Justamente
por eso, se echa en falta en la obra de Bermúdez un análisis propiamente foucaultiano
de los Dits et écrits, de su justificación editorial. “Estos cuatro volúmenes
–leemos nuevamente en la introducción de Daniel Defert, François Ewald y Jacques
Lagrange-- reúnen, a excepción de los libros, todos los textos de Michel Foucault
publicados en Francia o en el extranjero: prefacios, introducciones, presentaciones,
entrevistas, artículos, conferencias. Se pretende la exhaustividad pero respetando
la cláusula testamentaria establecida por Foucault: ninguna publicación póstuma”.
Precisamente por eso, añaden los editores franceses, quedan excluidos los
textos no autorizados o no revisados o no verificados en vida de Michel Foucault.
Como no quieren rehacer al pensador, Daniel Defert, François Ewald y Jacques
Lagrange se imponen como exigencia “una intervención mínima”, de acuerdo con
“un orden puramente cronológico de publicación (y no de escritura, que nos
habría obligado a conjeturar)”, y, por tanto, “los textos no se ordenan por
género o por tema”. Además, cada texto se identificará con un número, inscrito
en el margen, cosa que permite indicar su lugar en el orden así definido,
concluyen los editores franceses. Bermúdez, que se basa en los Dits et écrits
para reconstruir a Foucault, cita de este modo. Parece una decisión sensata,
pero, a la postre, se revela como una opción extravagante: al citar por numero
y no por título de la entrevista o artículo, al no dar pistas cronológicas,
su lector no siempre averiguará a qué texto se refiere, obligándole, pues,
a seguir su ensayo con los cuatro volúmenes de Dits et écrits al lado. Felizmente,
en el volumen documental que ha realizado para Bromera, en Foucault vist per
Foucault, Josep Antoni Bermúdez respeta los epígrafes, de modo que es posible
saber en todo momento qué pieza del filósofo está reproducida.
Segundo.
Las biografías de Foucault, esas sobre las que antes me pronunciaba, se echan
en falta en el libro de Bermúdez, como se echa en falta una cronología, repitiendo
con ello un vicio muy común entre los comentaristas académicos de la gran
filosofía, que suelen separar tajantemente vida y obra. Si las ideas son perdurables,
si los logros del pensamiento son memorables, esas obras rebasan el cuerpo
mortal, rebasan el contexto en que se alumbraron, nos dicen. Su verdad –se
insiste-- no puede reducirse al avatar personal o circunstancial en que fueron
pensadas, porque, de aceptarse esa posibilidad, la verdad del discurso sería
extratextual y estaríamos en un tris de recaer en una forma u otra de determinismo.
Reparemos en el destino que se le ha reservado a la biografía de Michel Foucault,
y que ha provocado esa controversia entre sus biógrafos a que antes aludía.
Hay, en efecto, una interesante y dura liza entre Didier Eribon, David Macey
y James Miller por hacerse con la mejor explicación y aleación entre existencia
y obra. Se trata una liza paradójica, dado que el propio biografiado optó
por multiplicar sus vidas, por ocultarse en sus libros, por camuflarse violentado
la noción misma de sujeto, de autor y de obra; se trata de una controversia
áspera e incluso reduccionista en la medida en que algún biógrafo ha querido
erigirse en neurótico defensor y celoso guardián del personaje, como los albaceas
de Wittgenstein, y algún otro ha pretendido “aclarar” el enigma del pensador
reduciendo la obra a un prurito sexual.
Sin
embargo, aunque nos desagraden esos reduccionismos y esos excesos o tutelas
post mortem, aunque ninguna biografía sea definitiva (lo definitivo, como
dijo Borges, sólo pertenece a la religión y al cansancio), no debemos inferir
de ello la impertinencia o la irrelevancia de lo biográfico. Lo biográfico
sigue siendo necesario en la filosofía, porque arroja luz sobre los sistemas
de pensamiento y porque aclara –ahora así— las intenciones del autor y de
la obra (si acepto esta distinción de Umberto Eco), y porque aclara los usos
de los lectores, de los exégetas y de los comentaristas. Por tanto, queriendo
oponerse a los determinismos que reducen el texto y las ideas que encierra,
la interpretación filosófica podría incurrir en el vicio contrario, en una
suerte de idealismo que excluyera lo orgánico, lo contingente, la carne, la
muerte que se avecina, que siempre es temprana. No someter la obra a la vida
es, desde luego, un modo de guardar respeto, de conceder hondura a lo que
efectivamente la tiene, un modo de evitar el reduccionismo sociológico, ya
que el significado o la verdad de unas palabras están en la misma expresión
y no fuera de ella. Por eso, tan frecuentemente las exégesis de los profesores
de filosofía excluyen o limitan al máximo las alusiones a la vida, a la historia
concreta y a las circunstancias irrepetibles en que se concibieron. Hay, en
efecto, historias del pensamiento, pero suelen entenderse preferentemente
como una sucesión de sistemas, como una sucesión de doctrinas que escapan
al yo mortal que las expresó. Hay, sin embargo, algo de amputación en esta
operación descontextualizadora porque el significado o la verdad de aquellas
palabras están efectivamente en la misma expresión, pero ésta tiene siempre
un escenario, un soporte material o físico que es un repertorio de códigos
de actualización y de interpretación. La causa de la obra filosófica no es
la vida, el malhumor o las alegrías de la vida, en la medida en que el pensador
aspira a rebasar ese límite; la explicación de una doctrina no está en el
contexto de su alumbramiento, en la medida en que esa especulación aspira
a la universalidad.
Pero
la obra y la doctrina son productos contingentes y se deben a un ser lastrado
por la finitud, por unos límites sobre los que puede callar pero de los que
obra y doctrina son deliberadamente o no su oposición, su superación, su sublimación,
su quintaesencia, su emblema o su condensación. Hay en ello una empresa titánica
que consiste en hacer algo nuevo, algo original, algo nunca visto, contando
para ello con materiales viejos, reconocibles, ya empleados, los propios de
la tradición y los propios de la vida personal. Sabemos que no hay interpretación
universal e inconcreta, sino que depende de un contexto. Entre otras perspectivas,
la dimensión pragmática del lenguaje –sobre la que tanto se ha insistido en
el siglo XX a partir, por ejemplo, de Wittgenstein—, la historia efectual
que postulara Gadamer, la misma teoría de la recepción o la semiótica nos
han insistido en las condiciones decisivas de la expresión y de su comprensión,
de la comunicación. Si aceptamos esa evidencia para la interpretación, ¿seguiremos
obstinándonos en la creación increada por temor al sociologismo? Ya Nietzsche
intuía todo esto y él mismo nos lo advirtió explícitamente. “Poco a poco –decía
en un célebre pasaje de Más allá del bien y del mal— se me ha ido manifestando
qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía: a saber, la autoconfesión
de su autor y una especie de memoires no queridas y no advertidas”. En el
filósofo, añadía, “nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente
su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es
él –es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados
los instintos más íntimos de su naturaleza”. Exactamente eso es lo que se
propuso Michel Foucault y por dicha razón confesaba en 1983: “la idea del
bios como material para una obra de arte estética es algo que me fascina”.
Obra y vida eran, pues, en él indisolubles y, justamente por eso se revela
también desacertado el silencio de Bermúdez sobre esa existencia de que Foucault
se hizo cargo, sobre esa muerte que al final destruyó arte y artificio, y
que sus biógrafos mejor o peor reconstruyen de manera tentativa.
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