Ordalías y Juicios de Dios en la Edad Media Europea.

Se llaman «ordalías» o «juicios de Dios» a aquellas pruebas que, especialmente en la Edad Media occidental, se hacían a los acusados para probar su inocencia. El origen de las ordalías se pierde en la noche de los tiempos, y era corriente en los pueblos primitivos, pero fue en la Edad Media cuando tomó importancia en nuestra civilización.

En el lento camino de la sociedad hacia una justicia ideal la ordalía representa el balbuceo jurídico de hombres que se esfuerzan por regular sus conflictos mediante otro camino que no sea el recurso de la fuerza bruta, y en la historia del derecho es un importante paso hacia adelante.

Hasta entonces lo que imperaba era la ley del más fuerte, y si bien con la ordalía la prueba de la fuerza continúa, se coloca bajo el signo de potencias superiores a los hombres.

Varios eran los sistemas que se usaban en las ordalías. En Occidente se preferían las pruebas a base del combate y del duelo, en los que cada parte elegía un campeón que, con la fuerza, debía hacer triunfar su buen derecho. La ley germánica precisaba que esta forma de combate era consentida si la disputa se refería a campos, viñas o dinero, estaba prohibido insultarse y era necesario nombrar dos personas encargadas de decidir la causa con un duelo.

La ordalía por medio del veneno era poco conocida en Europa, probablemente por la falta de un buen tóxico adecuado a este tipo de justicia, pero se utilizaba a veces la curiosa prueba del pan y el queso, que ya se practicaba en el siglo II en algunos lugares del Imperio romano. El acusado, ante el altar, debía comer cierta cantidad de pan y de queso, y los jueces retenían que, si el acusado era culpable, Dios enviaría a uno de sus ángeles para apretarle el gaznate de modo que no pudiese tragar aquello que comía.

La prueba del hierro candente, en cambio, era muy practicada. El acusado debía coger con las manos un hierro al rojo por cierto tiempo. En algunas ordalías se prescribía que se debía llevar en la mano este hierro el tiempo necesario para cumplir siete pasos y luego se examinaban las manos para descubrir si en ellas había signos de quemaduras que acusaban al culpable.

El hierro candente era muchas veces sustituido por agua o aceite hirviendo, o incluso por plomo fundido. En el primer caso la ordalía consistía en coger con la mano un objeto pesado que se encontraba en el fondo de una olla de agua hirviendo; en el caso de que la mano quedara indemne, el acusado era considerado inocente.

En 1215, en Estrasburgo, numerosas personas sospechosas de herejía fueron condenadas a ser quemadas después de una ordalía con hierro candente de la que habían resultado culpables. Mientras iban siendo conducidas al lugar del suplicio, en compañía de un sacerdote que les exhortaba a convertirse, la mano de un condenado curó de improviso, y como los restos de la quemadura hubiesen desaparecido completamente en el momento en que el cortejo llegaba al lugar del suplicio, el hombre curado fue liberado inmediatamente porque, sin ninguna duda posible, Dios había hablado en su favor.

En algunos sitios se hacía pasar al acusado caminando con los pies descalzos sobre rejas de arado generalmente en número impar. Fue el suplicio impuesto a la madre del rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, que superó la prueba.

La ordalía por el agua era muy practicada en Europa para absolver o condenar a los acusados. El procedimiento era muy simple: bastaba con atar al imputado de modo que no pudiese mover ni brazos ni piernas y después se le echaba al agua de un río, un estanque o el mar. Se consideraba que si flotaba era culpable, y si, por el contrario, se hundía, era inocente, porque se pensaba que el agua siempre estaba dispuesta a acoger en su seno a un inocente mientras rechazaba al culpable. Claro que existía el peligro de que el inocente se ahogase, pero esto no preocupaba a los jueces. Por ello, en el siglo IX Hincmaro de Reims, arzobispo de la ciudad, recomendó mitigar la prueba atando con una cuerda a cada uno de los que fuesen sometidos a esta ordalía para evitar, si se hundían, que «bebiesen durante demasiado tiempo».

Esta prueba se usó mucho en Europa con las personas acusadas de brujería.

En todas las civilizaciones, las ordalías que tuvieron un origen mágico estaban encargadas a los sacerdotes, como comunicadores escogidos entre el hombre y la divinidad, y cuando la Iglesia asumió junto a su poder espiritual parcelas del poder temporal, tuvo que pechar con la responsabilidad de una costumbre que era difícil de hacer desaparecer rápidamente, y no pudiendo prohibiría bruscamente se esforzó en modificar progresivamente su uso para hacerle perder el aspecto mágico que la Iglesia consideraba demasiado vecino a la brujería.

La ordalía fue, pues, practicada como una apelación a la divina providencia para que ésta pesase sobre los combates o las pruebas en general, y los obispos se esforzaron en humanizar todo lo que en ella había de cruel y arbitrario.

Durante la segunda mitad del siglo XII el papa Alejandro III prohibió los juicios del agua hirviendo, del hierro candente e incluso los «duelos de Dios», y el cuarto concilio Luterano, bajo el pontificado de Inocencio III, prohibió toda forma de ordalía a excepción de los combates: "Nadie puede bendecir, consagrar una prueba con agua hirviente o fría o con el hierro candente.» Pero, no obstante estas prohibiciones, la ordalía continuó practicándose durante la Edad Media, por lo que doce años después, durante un concilio en Tréveris, tuvo que renovarse la prohibición.

Los defensores de la ordalía basaban su actividad en ciertos versículos del Ahtiguo Testamento, en los que algunos sospechosos de culpabilidad eran sometidos a una prueba consistente en beber una pócima preparada por los sacerdotes y de cuyo resultado se dictaminaba si el acusado era culpable o no.

Las ordalías a base de ingerir sustancias venenosas eran poco usadas en Europa debido a la dificultad de encontrar pócimas adecuadas debido a la escasez de sustancias venenosas, pero en pueblos de Asia o Africa, especialmente en este último continente, se usaron con profusión hasta nuestros días. Muchas veces las autoridades coloniales tuvieron que intervenir prohibiendo este tipo de actuaciones, pero sin gran resultado. Ignoro si hoy, con la independencia de las antiguas colonias y la subsiguiente de los tribunales coloniales, continúan practicándose ordalías con el veneno, tan frecuentes en otro tiempo.

CODIGO NAPOLEONICO: FUENTES Y GENESIS (1).

Por Carlos Ramos Núñez, Magister en Derecho. Profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Lima y de Introducción a las Ciencias Jurídicas en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Miem­bro del Instituto Peruano de Historia del Derecho y del Seminario de Historia del Derecho del Instituto Riva-Aguero.

Artículo extraído de la Revista Derecho & Sociedad Nro. 10, publicada por los Estudiantes de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. cramos@correo.ulima.edu.pe

"ma vraie gloire n´est pas d´avoir gagné quaramte batailles; Waterloo effacera le souvenir de tant de victoires. Ce que rien n´effacera, ce qui vivra éternellement, c´est mon Code Civil".

"Mi verdadera gloria no consiste en haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias. Lo que nadie borrará, aquello que vivirá eternamente, es mi Código Civil".

Napoleón Bonaparte, desde el destierro en Santa Elena.

En el proceso de codificación desatado en Europa durante los siglos XVIII y XIX, el Código Civil francés o Code de Napoleón representaba la culminación y el paradigma (2).

La culminación, porque no basta considerarlo como fruto inmediato de la revolución, sino como el más feliz y logrado resultado de varios siglos de desarrollo legislativo, doctrinario y jurisprudencial de un modo peculiar de entender al Ius Comune, el mos gallicus, sin olvidar ciertamente el crisol de costumbres; y el paradigma, porque impuso una nueva lógica y porque no hubo en adelante proyecto de código civil alguno en el orbe que no tuviera como referente obligatorio a esta obra notable.

A contrapelo de los Códigos de Baviera, del Landrecht prusiano y del Código Civil austriaco, el Code no fue más el producto del absolutismo, sino más bien, de un iluminismo razonablemente liberal; política e ideológicamente moderado, apaciguado ya del radicalismo de la revolución (3), pero que recogía con fidelidad el programa ideológico de la burguesía. Con todo ello, el modelo garantista que considera al individuo el eje de la sistematización del Derecho será su guía principal y prevalecerá como filosofía (4).

1. EL CODE: CRISOL DE INFLUENCIAS

El Código Civil francés encuentra su antecedente más lejano en la "codificación" de Justiniano, el Copus Iuris Civilis, preparada por orden del emperador romano, en Constantinopla, entre los años 529 a 533 (5), pero, más concretamente en las Instituciones de Gayo y Justiniano, de donde recoge su ordenación sistemática.

La vinculación del Código napoleónico con la compilación de Justiniano no es, sin embargo, inmediata, hubo un intermediario histórico: el Ius Comune. La resurrección de los estudios de Derecho Romano por obra de los glosadores en la Baja Edad Media, a la vez que contribuyó a un mejor conocimiento del Derecho Romano justinianeo, tendiendo un puente con antigüedad clásica y postclásica, hizo posible a los comentadores construir un Derecho Privado común de base romana, con materiales múltiples derivados del Derecho canónico, consuetudinario, estatutario, germánico, capaz de adaptarse a las relaciones creadas por las nuevas condiciones históricas y de imponerse por su carácter universalista a todo el mundo occidental. La formación de un Derecho privado común sobre soportes romanos allanó el camino a la unificación del Derecho Privado. En ese sentido, el Code se adscribe a la tradición romanista y es el heredero del Ius Comune. Empero, dicha irrecusable filiación no debe hacernos olvidar la existencia de otras fuentes normativas como las costumbres de cuño franco-ger­mánico y filosóficas como el iusnaturalismo racionalista.

El texto del Code refleja, en efecto, múltiples influencias. Una parte de ellas fue tomada de los juristas que, desde el siglo XVI, habían venido trabajando con los materiales del Derecho Romano, en el interior de la rica tradición culta del mos gallicus, una suerte de rama francesa en el interior del Ius Comune, inaugurada en Francia, curiosamente, por un jurista milanés, Andrés Alciato (1492-1553); continuaba luego por los humanistas Jacques Cujaz (Cujacius, 1522-1590), el más alto representante del humanismo jurídico, a la vez que severo crítico del mos italicus (6) y por los trabajos sistematizadores de Hugh Doneau (1527­-1591), más conocido como Donellus. Otra contribución importante, en esa marcha incesante a la sistematización que solo acabaría con la promulgación del Code, fue ofrecida por juristas prácticos como Charles Du Moulin (1500- 1566) y Guy Coquille (1523-1603), quienes, sin perjuicio de manejar con solvencia las fuentes romanas, se complacían en consolidar y comentar el Derecho consuetudinario (7).Una frase de Coquille resume el ideario de esta corriente: "nuestras costumbres son el verdadero Derecho Civil" (8).

Vendrían luego, cada vez más cerca de la codificación napoleónica, los aportes fundamentales de Jean Domat (1625-1676), con su trabajo Les lois civilis dans leur ordre naturel (publicado entre 1690 a 1697). La obra de Domat, portadora de ambas tradiciones –la romana y la consuetudinaria–, llegó a ser utilizada por los codificadores en virtud a sus principios generales que, recogiendo al Derecho Romano, lo despojan de sus elementos anacrónicos y casuísticos, proponiéndose una vocación sistematizadora más resuelta. Sobre la base del Derecho Romano, Domat, a la sazón, jurisconsulto de la monarquía absoluta de Luis XIV y estrecho amigo de Pascal, presentaba un sistema completo de Derecho Civil, al punto que su trabajo ha sido considerado con justicia "le préface du Code Napoléon" (9). Jean Domat, llamado por Boileau, "el restaurador de la razón en la jurisprudencia", dado que, como lo insinúa el sugerente título del artículo de Marie France, Renoux-Zaga­mé, su obra significó un tránsito "de los juicios de Dios al espíritu de las leyes" (10).

De un sistema medieval, en el que la razón se echaba de menos, en el que prevalecían las ordalías o los juicios de Dios que confiaban el destino de los pleitos e individuos al aleatorio e increíble "designio divino", a un sistema racional y predecible como el que habría de plantear un siglo después Montequieu en su famoso libro.

Domat, pues, introducía cambios sustanciales en los métodos de exposición e interpretación del Derecho. La vieja escolástica se hallaba prácticamente desterrada de su pensamiento y, aunque, nos encontramos todavía ante un jurista fuertemente imbuido por la fe religiosa y los dogmas eclesiásticos (aconseja a los jueces, quienes "continuamente faltan a su misión", a "juzgar como Dios mismo juzgaría" (11); se advierte al instante, el interés por sistematizar las heterogéneas piezas del conglomerado jurídico: el Derecho Romano, el Canónico, las Ordenanzas reales y las costumbres regionales, y, reformularlas en términos generales. Por todo ello, puede decirse que Domat es uno de los precursores del Code y cumple en el plano de la Jurisprudencia el mismo rol que en el campo filosófico ejerció Descartes: reimplantar la razón. Sin embargo, el proceso de racionalización del ingente material jurídico no acabaría con Domat, puesto que uno de los esfuerzos más logrados con este propósito fue emprendido por un jurista más proximo aún a la codificación moderna, Robert-Joseph Pothier, (1699-1772), cuyo Traité des obligations, aparecido en 1761, recogía, sin considerarlos incompatibles, tanto el Derecho Romano como el droit coutumier o consuetudinario. Pothier simplificaba así la labor de los codificadores y su obra vino a ser, de hecho, un comentario anticipado de la obra de éstos. Pothier también fue el autor de las célebres Pandectae justinianeae in novum ordinem digestae, comentarios sistemáticos del Derecho Romano, que en la última fase de la codificación sirvieron sustancialmente al legislador (12).

1.1 El Derecho Romano.

Es digno de resaltarse que el Derecho Romano no tuvo fuerza vinculante en Francia. Los monarcas franceses estaban más preocupados en defender su soberanía frente al Imperio o, a lo que quedaba de él, mientras que los juristas, fieles al rey, tenían gran consideración al principio, conforme al cual el Derecho Romano sería aplicado no en razón de su promulgación por parte del Imperio Romano, sino más bien en virtud de la fuerza de la costumbre y por sus cualidades intrínsecas: "non ratione imperii, sed imperio rationis" . La desconfianza francesa por el Derecho Romano se deriva de una idea que se abrió camino en el medioevo; según la cual este Derecho, como orden normativo del imperium romanum, sería un Derecho imperial, y como tal, propio de toda Europa occidental. Como Derecho imperial que era podía regir eventualmente en Francia, hallando en dicho motivo fuerte oposición, pues como se sabe, en la práctica, la idea de imperio (con la consiguiente pretensión universalista) se hallaba patrocinada por la monarquía germánica (13).

El rechazo, de la naturaleza fundamentalmente política, llevo a decretar, en 1219, su prohibición en la Universidad de París. Prohibición que se mantuvo hasta 1679, cuando el imperio germánico no constituía ya ningún peligro. A la hostilidad contra el Derecho Romano concurrió también otra razón: el creciente prestigio de las escuelas de Derecho y la competencia que ven en ellas las escuelas de Teología. Con todo ello, en Francia, con cierto retardo se produjo una recepción del Derecho romano justinianeo y, a partir del siglo XIII florecieron centros de estudio en Toulouse y Orleans que rivalizaban con las Universidades italianas de Boloña, Ravena y Pavia. Sin embargo, la recepción del Derecho Romano no alcanzó la dimensión que tuvo en Alemania. Tanto la Corona como los abogados prácticos continuaban aferrados al droit coutumier y estaban convencidos de su primacía. Este fenómeno hace de la experiencia francesa un caso singular, al punto que Dawson prefiere hablar de la "french deviation" (14).

Francia ocupa, en lo que atañe a la recepción, un lugar intermedio entre Inglaterra y Alemania; es decir, entre la carencia y el exceso. Recogió y recreó el Derecho Romano, sin incurrir en formas agudas de recepción, conservando así su antiguo Derecho. A pesar de la desconfianza que concitaba el Derecho Romano es innegable que en Francia, así como en gran parte del continente europeo se incorporó plenamente al patrimonio cultural de estos pueblos, configurando el Ius Comune, "espina dorsal de la historia del Derecho francés" (15). No es casual que un estudioso como Maitland ligado al Common Law, y por lo tanto, fuera de sospechas filoromanísticas, sostuviera con razón: "Europe whithout the Digest would not be the Europe that we know" (16) ("Europa sin el Digesto no sería la Europa que conocemos"). Fue precisamente en las escuelas francesas donde el humanismo jurídico –corriente que admiraba la cultura clásica y veía con ojos nuevos pero eruditos a la compilación justinianea–, logró su mayor esplendor, cancelando la hegemonía que los italianos habían detentado durante más de tres siglos en el estudio del Derecho Romano. Por otro lado, en la última fase de la codificación, éste ocupó un "pues­to de honor", lo cual se comprende fácilmente, como anota Solari, puesto que "de los Derechos históricos era el más perfecto, el menos lejano de las exigencias de un Derecho racional" (17).

1.2 El Derecho consuetudinario, particularismo jurídico y codificación.

Otra de las fuentes de la codificación napoleónica, el droit coutumier prevalecía en la zona noroccidental, de origen franco-burgundo, es decir, en las tres quintas partes del territorio actual, contra las dos quintas partes restantes del área centro­-meridional del Droit écrit de raíz romana-visigótica (18). En realidad, esta diferencia no era tan rígida como a primera vista parece, puesto que en el sur del país, en ciudades como Burdeos y Toulouse, había también costumbres escritas de origen germánico, influenciadas, claro está, por el Derecho romano vulgar primero, y por el justinianeo después. Y viceversa, las regiones del norte no permanecieron inmunes al Derecho Romano donde tuvo el rango de ratio scripta supletoria; de modo que si un problema no estaba regulado por el Droit coutumier se recurría al Derecho Romano. Generalmente esto sucedía en materias como las obligaciones y los contratos que exigían un tratamiento más refinado. (19)

En el norte tras la caída de los Carolíngios, entre los siglos X y XI, coincidiendo con la subdivisión del reino franco en innumerables secciones dinásticas y eclesiásticas, esta región del país se vio anegada de costumbres locales. Eran tantas que, al cabo de un tiempo, hacia el siglo XIII, empezaron a aparecer, merced a la pluma de los prácticos, una serie de escritos jurídicos que describian las costumbres de una cierta zona. Entre la obras más famosas pueden citarse el "Livre de Jostice ed de Plet" , que describía las coutumes de Orleáns; además de la famosa completa y razonada recopilación de Coutumes de Beauvasis llevada a cabo por Philippe de Beaumanoir. A pesar de estas fijaciones escritas de la tradición oral subsistía una tremenda fragmentación de las costumbres, fue necesario entonces que el rey francés intervenga. Es así que Carlos VII, el año de 1454, promulgo la ordenanza de "Montils-les Tours", a las que siguieron otras Ordennances reales en las que disponía que las costumbres de los diversos terrenos fuesen reformuladas por escrito con la colaboración de funcionarios de la Corona. Este arduo trabajo recién concluyó en el siglo XVI, después de vencer la resistencia que ciertas regiones, en especial de la Normandía, oponían (20). Paralelamente la Coutume de Paris, cuya redacción se remonta a 1510, y que, en esencia, fue un cuerpo de jurisprudencia sistemática del Parlamento de esta ciudad, terminaba por imponerse sobre el resto de costumbres locales –muchas de las cuales asimila.

El año de 1580 fue concluida una recopilación de todas las coutumes, tal como había sido dispuesto más de un siglo antes, en 1454, por el rey Carlos VII, lo cual se logró merced a la amplia jurisdicción del Parlamento de París. Se trataba de otro paso para lograr la unificación legislativa tan deseada. La redacción de las costumbres, a juicio de Olivier-Mar­tin, "salva, a la Francia de una recepción masiva del Derecho Romano como la efectuada en Alemania" (21). Con la fusión de las coutumes en cuerpos orgánicos, aparece un Derecho consuetudinario común, idóneo para amalgamarse luego con el droit écrit. Sin esa condensación previa, como advierten Zweigrt y Kötz, "el Código Civil de 1804 no habría podido realizar la unificación del Derecho en Francia" (22). La influencia del Derecho Romano sobre esa masa de costumbres germánicas tampoco estaba ausente. A pesar de que en Francia se había logrado la unidad política y gracias a una tendencia centralista desplegada por la monarquía absoluta se había conseguido cierta uniformidad en las costumbres, todavía se presentaba en el país la división entre regiones de droit écrit y de droit coutumier. Pluralismo jurídico insoportable para el Iluminismo, que, hizo proclamar a uno de sus genuinos representantes, Voltaire, entre irónico y mortificado:

"Existen en Francia ciento cuarenta costumbres que tienen fuerza de ley, todas ellas diferentes. Una persona que viaje en este país cambiará de ley con la misma frecuencia que su caballo cambia de lugar" (23).

La codificación, ante todo, debía acabar con ese particularismo jurídico (24) de matiz feudal, sustituyéndolo con un Derecho general para todos los súbditos, fundado en la razón. Los inconvenientes de este particularismo jurídico no llamaban la atención mientras la vida social se desarrollaba en el interior de pequeños territorios; pero al intensificarse las relaciones sociales con el cambio de las condiciones económicas y el desarrollo de la manufactura y el comercio, con la centralización creciente del poder político que se proponía la unidad política y administrativa, se hizo cada vez más imperiosa la uniformidad y la certeza en materia legal (25). La lucha contra esa especie de maraña legal y consuetudinaria propia del Medioevo y del Antiguo Régimen alcanzó incluso carácter programático, al haber sido incluida como una de las exigencias del nuevo Estado en el titulo 9 de la Constitución de 1792 (26).

Tal había sido también una inacabada aspiración de la monarquía absoluta. La burguesía, ya en el poder, habría de proseguir y concluir este proceso. Con el Code el Derecho Civil, que hasta entonces había sido considerado, en las regiones de droit écrit, como "derecho de la razón", o "derecho natural", sustraído del arbitrio del soberano; o bien, en las zonas de droit coutumier, como un orden jurídico descentrado, territorial y estamental, garantizando por inmunidades feudales, se convierte en Derecho del Estado para "todos los franceses" (27). Es, pues, el punto de arribo de un largo camino hacia la uniformidad jurídica.

El Código napoleónico no desatendió las costumbres hasta entonces existentes. Así, frente a la diversidad de las fuentes utilizadas para su elaboración (esa es virtud que explica en gran parte su perdurabilidad), un historiador del Derecho, Bertauld, exclamaba:

"Si, nosotros franceses, hemos nacido de la mezcla y el cruce de diversas razas, ellos también (los códigos) son el resultado de una laboriosa y lenta fusión. Como a la nación en la que se aplicarían, aquellos derivan de la complejidad y su genealogía está ligada a todas las variedades y a todas las raíces de nuestra historia... Como nuestra sangre... la fuente de nuestra legislación no es sólo gala ni puramente romana y, tampoco sólo germánica. Ella ha recibido un contingente de todas" (28).

1.3 La filosofía moderna: iusnaturalismo y jansenismo.

Otro de los soportes del Code que no debe ser menospreciado es de naturaleza filosófica (29). Detrás de la tan decantada transacción entre Derecho Romano y las costumbres, de la que ya hemos dado cuenta, se encontraría la confluencia de dos tradiciones filosóficas imperantes en Francia, entre los siglos XVII y XVIII: la escuela moderna del Derecho natural y la versión jansenista (30) del protestantismo que profesaban muchos juristas franceses (31). Según el autorizado criterio de Arnaud, discípulo de Michel Villey, la genética del Código napoleónico debería buscarse ante todo en la doctrina iusfilosófica (32). El Código aparece entonces como:

"un término medio entre dos corrientes de la doctrina jurídica francesa. Por un lado, una corriente empírica, positivista, austera y reaccionaria, sostenida por una suerte de jansenismo jurídico y, por otro, una tendencia iusracionalista moderna,..." (33).

Arnaud insiste que el verdadero conflicto, antes que en el aparente dilema Derecho-costum­bre, se presentaba entre el viejo y nuevo orden jurídico, "entre la tradición, auspiciada por el movimiento jansenista escéptico y antirracional, y la corriente iusnaturalista moderna" (34). Equilibrio difícilmente logrado que abarca las fuentes, el plan y hasta la sustancia del Code. Por eso, mientras que la primera cohesionaba las leyes positivas, sean escritas(léase racionalistas) o consuetudinarias (léase irracionalistas); la segunda pretendía que dichas reglas guardasen conformidad con la Razón. La raíz conservadora del Código se halla en la primera; es decir, en las fuentes especialmente en aquellas de procedencia consuetudinaria. La impronta revolucionaria burguesa en la segunda, es decir, en el plan, en la sistemática. Con ésta a se impulsarían las reformas económicas y sociales que los tiempos demandaban, con aquella se controlarían los excesos, convirtiendo a la larga al Código, cuando las conquistas burguesas ya se habían consumado, en un instrumento de conservación social.

A pesar de que la tesis de Arnaud es muy sugerente, no han faltado, como es natural en la investigación científica, algunas observaciones. Posiblemente, las atingencias más sólidas han sido formuladas por Giovanni Tarello (35). El desaparecido jurista italiano cuestionaba la sobrevalorización que concede Arnaud a las fuentes doctrinarias. En ese aspecto el trabajo del estudioso francés asumiría un "senso idealistico" y revelaría una marcada propensión hacia "esquemas interpretativos en los cuales las cosas derivan de las ideas , antes que éstas últimas de las primeras" (36). En efecto, sin negar el rol activo y, hasta la fuerza motriz que tienen las ideas en el complejo histórico, no se puede subestimar el papel de otros elementos sociales y culturales que se hallan completamente ausentes en el análisis de Arnaud. En segundo lugar; Tarello estima que las categorías " école du droit naturel moderne" y "jansenismo des gens de lois" ("escuela moderna del Derecho natural" y "jansenismo de la gente de leyes" –léase operadores técnicos del Derecho–) son "bastante vagas", "inútiles y equívocas" (37). La primera expresión abarca a jusnaturalistas que van desde Grocio a Barbeyrac, incluyendo a figuras tan dispares como Pufendorf y Leibniz o como Locke y Wolff y, parece caracterizarse sólo por su cotejo (formulado ya por Villey) con otra etiqueta "droit naturel classique", que abarca todas las doctrinas que esgrimen una concepción no subjetiva del ius desde Aristóteles hasta Suárez, pasando por Tomasio. Encuadrar a los juristas franceses de la segunda mitad del Seiscientos y de la primera mitad del Setecientos en estas nociones, de por sí muy discutibles, de "modernistas" y "jansenistas", hace perder de vista que se ocupaban del comentario de las costumbres y de la práctica judicial prevalecientes y echa sombras sobre el probado credo iluminista de dichos autores, que buscaban desde entonces –¡qué duda cabe!–, una sistematización más racional del Derecho.

Resulta preciso, sin embargo, como lo hizo Arnaud, subrayar la importancia de la filosofía como un elemento fundamental en la construcción del Code, presentándolo como el resultado de largos años de reflexión y de práctica jurídica. La importancia histórica de la Escuela del Derecho natural puede valorarse mejor si consideramos que los principios por ella elaborados se tradujeron en normas jurídicas positivas, dando vida y significado nuevo a las formas jurídicas tradicionales (38), como el Derecho Romano y las costumbres locales. Con esta filosofía se intentaba interpretar, modificar, corregir e integrar la tradición, no destruirla. El Derecho Romano, por ejemplo, merced a los principios de dicha escuela adquiere un nuevo espíritu. De otra manera, no se podría comprender cómo aquél haya terminado sirviendo a la causa de la libertad y a los fines del individualismo, "después de haber sido durante todo el Medioevo y en el período de formación de los Estados nacionales, invocado contra la libertad individual, a favor del Derecho de los príncipes y en apoyo del absolutismo" (39).

Nutren también al Código y al proceso de unificación legislativa que lo precedió, el pensamiento deautores tan diversos uno de otro como Mostesquieu, Rosseau y Voltaire, unidos, sin embargo, por su voluntad iluminista. Su pensamiento no solo influyó en el campo de las ideas políticas sino, incluso, en la lógica y en la sustancia del Derecho Privado. La afirmación del individuo, el carácter general e impersonal de las normas, la fe en el legislador y el rol meramente fonográfico del juez son sólo una muestra de una presencia harto elocuente en el Code (40). No estuvieron ausentes tampoco las doctrinas de los fisiócratas, economista y filósofos al mismo tiempo. La convicción de que la propiedad privada era de Derecho Natural (recibida de Locke), la condena de la propiedad feudal, la libertad económica y la emanación del suelo constituían algunos de los fundamentos teóricos básicos que el Código Civil se encargó de recoger. Asimismo, gracias a la afirmación de los Derechos del Hombre por la nueva conciencia jurídica, gestada a partir de la filosofía, fue posible la renovación de los principios del Derecho Privado. Si observamos con calma, veremos que todas las reformas civiles que se sucedieron en el período revolucionario y que tuvieron su culminación en el Code, procuraron –a despecho de lo que realmente ocurrió– inspirarse en las ideas de libertad, propiedad e igualdad. La filosofía del Derecho natural terminó absorbiendo y recreando a las otras fuentes, pues, según explica Solari:

"ante la idea de unidad ningún sacrificio parecía grave: el Derecho romano, canónico, germano, feudal, productos imperfectos del tiempo, debían de dar lugar al Derecho eterno de la naturaleza" (41).