Individualidad, 
  Racionalidad y Redes.
Las 
  nuevas lentes para comprender “lo político”
en 
  la Sociedad de la Información
José 
  Ignacio Porras
 Universidad Bolivariana
La 
  Ciencia Política contemporánea muestra grandes problemas para consolidar la 
  constitución de una base teórica propia que logre una amplia aceptación entre 
  sus componentes. Una situación que puede ser entendido positivamente si lo consideramos 
  como una muestra de la frescura y el dinamismo que otorga a la producción de 
  conocimiento la competencia pluriparadigmatica y la 
  transdisciplinariedad. Pero también parece una prueba 
  de inmadurez de una disciplina en el que las categorías explicativas se renuevan 
  y dispersan con gran velocidad y todavía se mueve sin una clara identidad propia 
  en el ámbito de las Ciencias Sociales. Surgida al amparo teórico y metodológico 
  de las disciplinas clásicas como el Derecho, la Historia o la Filosofía, la 
  Ciencia Política pasó posteriormente a sentirse plenamente seducida por la invitación 
  de la Sociología estadounidense o de la Psicología Social para abanderar los 
  postulados de la revolución conductivista. Ya en los 
  últimos tiempos, nuestra disciplina aparece cada vez más resuelta a vincularse 
  estrechamente con la explicación que se ofrece desde la economía neoclásica 
  al comportamiento político. Como muestra un botón; mientras en la década de 
  los cincuenta del siglo XX la presencia de artículos basados en la teoría de 
  la elección racional en la principal revista de Ciencia Política de los Estados 
  Unidos, la American Political 
  Science Review, era prácticamente 
  nula, la proporción se incrementa hasta cerca del 40% durante la década de los 
  noventa [1] .  Por todo ello no nos podemos 
  extrañar de la predisposición que actualmente siguen mostrando gran parte de 
  los cientistas políticos para proclamar grandes eslóganes como 
  “Bringing the State Back in” o “Institutions 
  Matter” y celebrarlos como grandes hallazgos teóricos 
  o de identificarse con el eclecticismo teórico de algunas propuestas aplaudidas 
  por su supuesta novedad en donde lo único que puede despejarse tras su ambigüedad 
  es que todo parece valer.
En 
  estas condiciones la Ciencia Política afronta, al igual que el resto de las 
  Ciencias Sociales, el reto de formular nuevas categorías explicativas para dar 
  cuenta de las profundas transformaciones que toman forma en la arena política 
  de la Sociedad de la Información. A nadie se le puede escapar que en la medida 
  en que el escenario político es susceptible de funcionar en unidad de tiempo 
  real y a escala global, todo el entramado de relaciones de poder actualmente 
  existentes es vulnerable a ser drásticamente trastocado. Ya en un trabajo anterior 
  tratábamos de identificar las tendencias que  marcan estos cambios (Porras, 
  2002). Vamos ahora a retomar algunas de las principales ideas expuestas en ese 
  momento porque nos sirven como punto de partida para continuar nuestra reflexión 
  en este artículo.  
Todo 
  parece indicar que asistimos a la emergencia de un escenario político en el 
  que la gobernabilidad de las sociedades será cada vez menos dependiente del 
  peso inercial o el automatismo de sus instituciones políticas y cada vez más 
  de la actitud de sus componentes individuales y colectivos. Una tendencia que 
  encuentra su fundamento en la convergencia de procesos que se arrastran desde 
  hace algunas décadas tales como la crisis de las ideologías, el escepticismo 
  de la ciudadanía sobre las posibilidades del Estado para asegurar su libertad 
  y su bienestar individual o el cuestionamiento a las formas tradicionales del 
  poder político. Pero se trata de una tendencia que sólo ha podido acelerarse 
  en la medida en que las nuevas tecnologías de la información permiten a los 
  actores políticos la posibilidad de eludir gran parte de las constricciones 
  institucionales que estructuran su comportamiento al permitir trascender su 
  ámbito territorial de actuación.  Estrechamente relacionado con ello, la segunda 
  idea que queremos retomar aquí es la relevancia que adquiere la esfera pública 
  como sustento de toda la arquitectura política en las sociedades democráticas. 
  Por esfera pública reconocemos uno de los tres órdenes de coordinación espontánea 
  que definen a la Sociedad Civil, junto al mercado y el entramado de asociaciones 
  voluntarias, en la que los ciudadanos debaten temas de interés común y en el 
  que en un proceso interactivo recurrente toman forma los valores cívicos que 
  guían su conducta [2] . Si aceptamos, 
  como señalábamos anteriormente, que asistimos a una progresiva disminución de 
  la coerción que ejerce la institucionalidad política formal para condicionar 
  los comportamientos de los actores políticos, resulta imprescindible que éstos 
  presenten determinadas disposiciones cognitivas y morales que hagan plausible 
  la convivencia democrática. Es decir, que hagan plausible la búsqueda de intereses 
  particulares a partir del respeto a la libertad de los demás, así como la cooperación 
  para la consecución de los intereses comunes. La posibilidad de que este tipo 
  de disposiciones cognitivas y morales terminen siendo asimiladas se encuentra 
  en la existencia de un debate continuo entre los actores de la arena política 
  en el que se contrapongan y lleguen a acuerdos los diversos intereses y las 
  diferentes lecturas del bien público. Una “conversación cívica” que asume como 
  premisa, tal y como apunta Víctor Pérez-Díaz, de la existencia de una pluralidad 
  de intereses, ideas y creencias, no como un hecho a tolerar, sino como un hecho 
  deseable (Pérez-Díaz, 1997).   
A 
  partir de estas dos tendencias que van delimitando las nuevas formas de concebir 
  “lo político” en la Sociedad de la Información se destilan algunos rasgos comunes 
  desde los que reconsiderar el utillaje conceptual y teórico de la Ciencia Política. 
  En concreto, tres rasgos sobresalen como puntos de referencia desde los que 
  reconstruir una teoría básica para obtener categorías explicativas sobre “lo 
  político” en los nuevos tiempos. Estos son la preeminencia de la individualidad 
  en la acción política, la utilidad de un principio de racionalidad limitada 
  por las constricciones institucionales como pauta analítica del comportamiento 
  político de los individuos y la reconstrucción desde los niveles micro hacia 
  los niveles meso y macro de la realidad política a 
  partir del uso del promisorio enfoque de las redes políticas. Nuestras ambiciones 
  aquí distan mucho de formular una propuesta teórica de carácter sistémico y 
  omnicomprensiva. Tan sólo nos conformamos con listar 
  los rasgos señalados, justificar esta selección y desarrollar algunas ideas 
  al respecto de cada uno de ellos.            
La Individualidad como Paradoja
Todas 
  las miradas dan cuenta de la importancia que ha adquirido el individuo en los 
  procesos de acción política de carácter colectivo. Lo que, en otros términos, 
  significa que la participación de los individuos en la organización política 
  ha dejado progresivamente de responder a un instinto gregario estimulado por 
  factores ambientales, tales como vivir o trabajar bajo ciertas condiciones, 
  y se fundamenta hoy más que nada en sus propias decisiones individuales, deliberadas 
  y explícitas. Este fenómeno ha sido interpretado de dos formas diferentes. Una 
  primera interpretación establece una relación directa entre la individualización 
  en los procesos de acción colectiva y la apatía política que padecen, en mayor 
  o menor medida, todas las democracias. Desde esta perspectiva, este fenómeno 
  aparece como el resultado de un pragmatismo exacerbado y de la tacañería que 
  en términos de inversión en confianza social ha terminado imponiendo la preponderancia 
  del mercado. Dada la severa erosión del entramado de lealtades políticas que 
  en el pasado permitían organizar a la ciudadanía en razón de preferencias pre-determinadas 
  por nuestra ubicación socio-económica o territorial en la sociedad, así como 
  la ausencia de ideologías que establezcan pautas claras hacia donde dirigir 
  nuestra acción colectiva, el declive de “lo político” aparece irremediable. 
  Una segunda interpretación, con la cuál nos identificamos mucho más, no elude 
  los efectos perversos que ha tenido en las últimas décadas el deslumbramiento 
  sobre las bondades del mercado como eje principal de articulación del orden 
  social. Lo que, sin duda, ha contribuido de forma ostensible al declive de la 
  política en nuestras sociedades al estimular las estrategias cortoplacistas 
  y, por tanto, limitadas para generar los lazos de reciprocidad y confianza que 
  fundamentan el compromiso político. No podemos encontrar una explicación más 
  elegante y parsimoniosa al alto abstencionismo electoral que sufren en la actualidad 
  todos los países democráticos recurriendo a la concepción utilitarista del votante 
  medio que no tiene razones para sacrificar parte de su tiempo e incurrir en 
  costes de transporte dado que su capacidad de determinar el vencedor es infinitesimal. 
  Pero también más refutable en la medida que, a pesar de todo, la mayoría de 
  la gente sigue yendo a votar. Si a ello añadimos la constatación de formas emergentes 
  a través de las cuáles la ciudadanía se articula colectivamente para participar 
  en la política, deberemos reconocer que más que una crisis de “lo político” 
  en la sociedad asistimos a una transformación de las viejas formulas de concebir 
  y concretar en acciones “lo político” en las sociedades. Una transformación 
  que toma forma a partir de la paradoja que plantea la individualidad. Es decir, 
  más que una forma de autismo social y ausencia de compromiso político que denota 
  la idea de individualismo, la individualidad se concibe a partir de la necesidad 
  que sigue existiendo en el individuo de afianzarse como actor político a partir 
  de su contribución a procesos de acción colectiva. Pero desde nuevos parámetros 
  que convergen en la preservación de márgenes de autonomía personal desde los 
  que decidir cuando, cómo y con quién involucrarse en política.  
La 
  individualidad se materializa en la actualidad a partir de la emergencia de 
  un nuevo tipo de organización para la acción política que se distinguen por 
  su flexibilidad, su carácter adhocrático y por trascender 
  los límites territoriales de la institucionalidad política. Un nuevo tipo de 
  organización política que sólo es factible con base a los sistemas de comunicación, 
  esencialmente Internet y los medios de comunicación. La experiencia más conocida 
  al respecto son las movilizaciones anti-globalización 
  iniciadas en Seattle en diciembre de 1999 en el marco 
  de la cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Un tipo de movilizaciones 
  que ya no cuenta detrás de ellas una organización política permanente, profesional 
  y con roles de mando estructurados jerárquicamente y claramente delimitados. 
  Más bien podría decirse que aparecen como el resultado de la agregación de intereses 
  y voluntades de múltiples instancias repartidas globalmente que encuentra en 
  Internet el medio para, a partir de su entrelazamiento en relaciones horizontales 
  basadas en la percepción de mutua dependencia, adquirir cierta organicidad y  
  pasar a la acción política. En este sentido, tal y como apunta Manuel Castells, 
  “El ciberespacio se ha convertido en una ágora electrónica global donde la 
  diversidad del descontento humano explota en una cacofonía de acentos” (Castells, 
  2001). En este nuevo escenario de la contienda política las herramientas y estrategias 
  disponibles son, principalmente, la política de información, o la capacidad 
  de generar rápida y creíblemente información utilizable y movilizarla hacia 
  donde tendrá mayor impacto; la política simbólica, o la capacidad para 
  generar símbolos, acciones o historias que den sentido a una situación, para 
  un público que con frecuenta esta lejos del problema [3]. 
  La eficiencia en su uso cada vez retribuye mayores réditos políticos. Prueba 
  de todo ello fue la capacidad que demostró el movimiento zapatista 
  en Chiapas para conquistar en el mundo el apoyo de su causa a través del envío 
  de faxes, el Internet, la relación con los medios de comunicación y la generación 
  de una base de apoyo funcional a partir de redes de solidaridad.  
La Racionalidad Limitada
La 
  importancia de primer orden otorgado al individuo como sujeto político primario 
  nos conduce inexorablemente a discernir sobre los principios que guían su comportamiento. 
  En esta línea, probablemente no pueda encontrarse ninguna propuesta dentro de 
  las Ciencias Sociales que en los últimos tiempos sea objeto de tantas filias 
  y fobias como el principio de racionalidad. Una discusión que tiene su episodio 
  más intenso en el airado alegato que hizo el economista Gary 
  Becker (1976) en favor del uso de herramientas conceptuales 
  procedentes de la economía neoclásica para estudiar problemas sociales como 
  la estabilidad matrimonial, la fecundidad o la delincuencia y que encuentra 
  en los autores agrupados en la revista Public 
  Choice su mayor nivel de identificación en el 
  ámbito de la reflexión política 
Su 
  defensa de una mirada hacia la sociedad a partir de la concepción de individuos 
  con una capacidad ilimitada de cálculo instantáneo; omniscientes respecto a 
  sus alternativas, las consecuencias de sus acciones y la probabilidad de que 
  se den; con preferencias estables, bien definidas y ordenadas, de carácter marcadamente 
  egoísta en su intento por maximizar la utilidad esperada ha provocado una reacción 
  legítima de gran parte de las Ciencias Sociales y la  Ciencia Política. A todas 
  luces resulta bastante difícil llegar a entender como este mundo de seres irreales 
  nos puede llevar a comprender el mundo real donde los seres humanos muestran 
  una capacidad limitada para percibir, interpretar, recordar, calcular, y en 
  función de todo ello, tomar decisiones que no violen principios básicos de racionalidad.  
  Tal y como apunta Douglass C. North 
  (1993), recuperando algunos de los elementos de la Psicología 
  Cognitiva introducida en la teoría de la organización por Herbert 
  Simon (1955), los procesos de razonamiento de los 
  individuos se encuentran moldeados por su percepción subjetiva acerca del problema 
  a resolver y de su marco. Una percepción subjetiva fundada en todo un sistema 
  de creencias que sirve a los individuos para desarrollar modelos mentales con 
  los que comprender, ordenar y desarrollar juicios prescriptivos 
  sobre el medio en el que actúan [4] . 
  Si queremos acercarnos fehacientemente al comportamiento individual en política 
  no podemos abstraernos de la relevancia de estos modelos mentales o representaciones 
  interiorizadas que los sistemas cognitivos individuales crean para interpretar 
  el medio.   
¿Significa 
  todo lo señalado hasta el momento que debemos desechar las posibilidades que 
  nos ofrece el principio de racionalidad para poder deducir argumentos sobre 
  la política a partir de un buen ejercicio de abstracción?.  A mi 
  juicio esta claro que no. De ser así estaríamos condenados a seguir empantanados 
  en conceptos generales, teorías de rango medio y descripciones densas de la 
  realidad social a que nos han llevado muchos de los enfoques teóricos que han 
  prevalecido y siguen teniendo una presencia importante en la Ciencia Política 
  (estructuralismo, funcionalismo, el factualismo 
  histórico o el institucionalismo jurídico,..). La capacidad de una disciplina 
  para producir conocimiento no puede depender de la acumulación sobre sesgos 
  y particularidades para alcanzar una “masa crítica” desde la que inducir generalidades. 
  Es evidente que los seres humanos damos muestras evidentes de irracionalidad, 
  pero ello no supone que tengamos una visión falsa de la realidad cuando aceptamos 
  como premisa básica que también tienden a regirse por un principio común de 
  racionalidad que termina ejerciendo una mayor influencia que todos los demás 
  componentes de su personalidad. Probablemente el principio de racionalidad si 
  que es una asunción incompleta de la realidad, pero también la que nos sitúa 
  mejor, como apunta Hernes (1992), dentro de una “lógica 
  de la situación”. Más aún si sabemos apartarnos de los modelos mono-causales, 
  como los que propone la economía neoclásica, y avanzamos hacia la construcción 
  de explicaciones basadas en el principio de racionalidad en la que las variables 
  económicas sean simplemente una variante entre otras como son valores como el 
  poder, el prestigio, estatus, salvación…. Pero aún más relevante, debemos avanzar 
  hacia la definición de un principio de racionalidad limitada que nos permita 
  dejar de lado la práctica de ejercicios puramente formales en que han caído, 
  como apunta Schelling, aquellos que han adoptado una 
  especie de “entusiasmo evangélico” por este enfoque (citado en Swedberg, 
  1990: 326) y tomando en cuenta aquellos factores ambientales identificados por 
  las aproximaciones más contextuales u holísticas en 
  las Ciencias Sociales que enmarcan los procesos de toma de decisiones.  
En 
  esta tarea de problematizar el proceso de toma de decisiones, el que permite 
  reconciliar el principio de racionalidad con las otras tradiciones existentes 
  dentro de la disciplina, nos encontramos, entre otros, con los autores más reconocidos 
  de la corriente neoinstitucionalista. Nos referimos, 
  por ejemplo, a los sociólogos March y Olsen (1989) o al historiador económico Douglas 
  C. North (1993). Salvando las diferencias entre unos 
  y otro, estos autores han permitido avanzar en la comprensión de los límites 
  de la racionalidad de los actores en la medida que convierten al contexto estratégico 
  u orden institucional donde se produce la relación política no en un mero 
  mecanismo en donde se produce la agregación de las preferencias individuales, 
  sino estructuras que modelan la inestabilidad, la imprecisión y el carácter 
  endógeno que tiene el proceso de formación de preferencias en cada uno de los 
  distintos actores. Otro autor menos conocido, pero a nuestro juicio contribuye 
  de forma significativa a superar las ortodoxas y esclerotizadas concepciones 
  del principio de racionalidad manejado por algunos teóricos de la elección racional 
  es Jon Elster. Un autor que justifica su consideración 
  del proceso político como un proceso transformador 
  de las preferencias de la siguiente forma: dado que el núcleo central del modelo 
  del actor racional se basa en la capacidad de preferir una opción sobre otra 
  o la posibilidad de valorar opciones y ordenarlas en una jerarquía que permite 
  elegir, deberemos concluir que esto sólo será posible si existe algún tipo de 
  relación con el contexto estratégico o marco institucional en que se produce 
  el proceso de formación de preferencias. Por otro lado Elster concilia el principio de racionalidad con la Psicología 
  Cognitiva al plantear que “mientras la racionalidad de una acción se demuestra 
  por gozar de consecuencia interna con las metas y creencias de un agente, la 
  racionalidad de las creencias depende de la consecuencia interna que exista 
  entre las creencias y la evidencia empírica de la que la gente dispone [5] 
  . Estamos, por tanto, ante seres humanos que actúan movidos por razones que 
  sólo en ocasiones se reducen simplemente a un balance de costes y beneficios. 
  Estas razones se basan a menudo en teorías o conjeturas que, en opinión de los 
  individuos en cuestión, explican la realidad mejor que planteamientos alternativos, 
  y que por lo tanto “racionalizan” su decisión, con independencia de que objetivamente 
  una decisión alternativa pueda procurarles mayor utilidad.  
Cada 
  vez son más los autores que trabajan con explicaciones basadas en el principio 
  de racionalidad y que hacen hincapié en la necesidad de corroborar empíricamente 
  las hipótesis derivadas de estas explicaciones. Asimismo, también cada vez son 
  más los autores que desde las filas de las tradiciones empiristas reclaman la 
  asistencia del principio de racionalidad para modelizar 
  los procesos causales que dan lugar a determinadas regularidades empíricas [6]. 
   Todo ello nos permite avanzar hacia la corroboración empírica de las condiciones 
  contextuales en que la aplicación del principio de racionalidad adquiere mayor 
  poder explicativo y los distintos tipos de racionalidades existentes ligadas 
  a los distintos tipos de procedimientos de seleccionar, obtener, recibir, acumular 
  y administrar información. En esta línea, y dentro de nuestra exploración sobre 
  las nuevas formas de accionar político en la Sociedad de la Información, Maoz (1990) plantea que los modelos basados en este principio 
  de racionalidad funcionan mejor en condiciones en que el nivel de “estimulación 
  emocional” de los individuos implicados no es ni demasiado bajo, en cuyo caso 
  tienden a regirse por hábitos y rutinas, ni extremadamente alto, en cuyo caso 
  cobran fuerza factores extra-racionales y se inhiben las capacidades analíticas 
  requeridas para comportarse racionalmente. A pesar de la ausencia de un corpus 
  de investigación empírica consolidada sobre la temática, algunos de los estudios 
  más concluyentes sobre el comportamiento de los individuos frente a la computadora 
  nos revelan datos sobre algunas aptitudes cognitivas que potencian su racionalidad 
  en su proceso de toma de decisiones. Por un lado, potencia su capacidad de acceso 
  y recolección de información desde la que identificar alternativas. Por otro 
  lado, en la interacción virtual la mediatización que ejerce Internet inhibe 
  ciertas “tentaciones de irracionalidad” en la medida en que la interfase entre 
  evaluación de alternativas y toma de decisión es mayor que en las relaciones 
  no virtuales. Lo que nos otorga mayores posibilidades para limitar nuestra tendencia 
  a ser débiles de voluntad o actuación intencionada contra nuestro juicio o criterio 
  acerca de lo que es mejor para nosotros. En otras palabras, retomando a Elster 
  (1986), la debilidad de voluntad consiste en que valoramos más la recompensa 
  futura, pero cuando se acerca el momento de la elección nos inclinamos por la 
  recompensa presente. Todos hemos desarrollado recursos propios para no sucumbir 
  a este tipo de tentaciones en nuestra vida cotidiana como el alejar el despertador 
  para obligarnos a madrugar o poner cuotas a nuestra tarjeta de crédito para 
  limitar nuestro gasto. Estos recursos son el resultado de proceso de aprendizaje 
  en los que hemos testeado hábitos y rutinas adoptando 
  aquellos que han demostrado ser más eficaces en el curso del tiempo. Pero en 
  el caso concreto de la participación política, el nivel de rutinización siempre será bastante limitado para la mayoría 
  de los individuos ya que tomar parte en este tipo de acciones resulta mucho 
  menos frecuente. Por lo que nuestra vulnerabilidad a “caer en la tentación” 
  o a mostrarnos débiles de voluntad es mucho mayor. Bajo estas circunstancias, 
  la mediación que ejerce el escenario virtual resulta, si bien no determinante, 
  si un mecanismo importante para impermeabilizarnos de los factores que pueden 
  llegar a vulnerar nuestra racionalidad. Tómese en cuenta el siguiente ejemplo 
  como una forma de sustentar nuestra argumentación. Como es bien conocido, una 
  estrategia repetidamente empleada por los líderes políticos es sembrar inquietud 
  acerca de las intenciones de sus rivales. Este tipo de mensajes ejerce una influencia 
  muy estimable sobre las preferencias de los individuos dada su aversión al riesgo 
  y su tendencia a sobreestimar, como apunta desde la Psicología Cognitiva Kahneman 
  y Tversky (1979), las probabilidades pequeñas. Pero 
  debemos concordar que la influencia no puede ser la misma cuando el receptor 
  del mensaje debe optar por una alternativa en el marco de una asamblea en la 
  que se encuentra cara a cara con los dirigentes políticos y acompañado de los 
  otros decisores, que cuando el mensaje llega a través 
  de una computadora. Lo que apunta las posibilidades de lograr una democracia 
  más reflexiva a partir de la apropiación tecnológica por parte de los ciudadanos. 
    
Las Redes Políticas
Internet 
  es la red de redes. Internet es la red que hace posible la articulación de nodos 
  interconectados a escala planetaria, los cuáles son a su vez redes de nodos 
  interconectados de otras redes menores. Internet es, por tanto, la base tecnológica 
  de la estructura social emergente propia de la Sociedad de la Información (Castells, 
  2001). La idea de “Sociedad Red” ha pasado a ocupar un lugar de privilegio entre 
  las categorías conceptuales de las Ciencias Sociales a partir de la aparición 
  de la conocida trilogía de Manuel Castells, La Era de la Información. 
  Pero ya desde el primer tercio del siglo XX,  la red forma parte de las herramientas 
  conceptuales que la Antropología ha utilizado en sus estudios etnográficos de 
  sociedades tradicionales [7] . Y es que 
  probablemente la red sea la forma más antigua de organización social dada  la 
  simpleza de su funcionamiento y la adaptabilidad a los distintos entornos. Sin 
  embargo, y en la medida que las sociedades se hacían más complejas, la red como 
  estructura organizativa fue superada por sus dificultades para coordinar funciones 
  y asignar recursos a múltiples componentes por otro tipo de estructuras organizativas 
  más acordes a la nueva realidad. Esto es, la estructura burocrática basada en 
  la coordinación básica entre sus diferentes procesos y actores que la integran 
  a partir de los principios de integración jerárquica y centralizada de sus componentes, 
  la división mecanicista ordenada a partir de la especialización funcional o 
  la supeditación a las reglas. Su principal fortaleza es la 
  capacidad de desempeñar actividades o funciones estandarizadas de manera muy 
  eficaz. La especialización funcional permite la generación de economías de escala, 
  mientras que la observancia de los miembros a la estructuras de reglas formales 
  reduce la incertidumbre al limitar los espacios de la discrecionalidad personal. 
  Entre sus principales debilidades cabe resaltar dos. En primer lugar, que dada 
  la estricta división del trabajo y, por ende, la ausencia de vínculos horizontales 
  al interior de la organización, se tiende a que las metas funcionales de cada 
  una de las partes termine dejando de lado las metas globales del conjunto. En 
  segundo lugar, y de mayor peso para nuestro argumento, su incapacidad de responder 
  a los cambios que se producen en su entorno dada la rigidez y centralización 
  de sus estructuras.   
La 
  burocratización se convirtió en el paradigma a social a seguir en la Sociedad 
  Industrial. En su diseño y funcionamiento todas las organizaciones públicas 
  y privadas trataban de ajustarse a las pautas marcadas por este modelo. Mientras 
  tanto las redes estaban circunscritas a ámbitos muy concretos, al entorno de 
  la vida privada. No sería hasta la década de los setenta cuando la Red empieza 
  a expandirse como paradigma organizacional a costa de la Organización Burocrática. 
  A diferencia de éste, el modelo de Organización en Red se articula alrededor 
  de principios tales como la flexibilidad, la horizontalidad o la autonomía de 
  las partes. La estructura formalizada deja paso a un esquema basado en la articulación 
  de los diversos componentes que forman la organización dentro de una estructura 
  de red caracterizada por combinar un elevado grado de interdependencia con un 
  considerable nivel de autonomía de cada una de sus partes. La cultura organizacional 
  propia de este tipo de organización se caracteriza, principalmente, por la asunción 
  de la vulnerabilidad de la organización al cambio. Lo que se traduce en una 
  disposición a asumir riesgos, a dedicar esfuerzos al aprendizaje constante y 
  a aceptar la inestabilidad de las relaciones tanto con actores externos, como 
  al interior de la organización. Una de las principales fortalezas de este tipo 
  de organización es su carácter adhocrático. Esto es, 
  la posibilidad que ofrece para orientar los recursos y esfuerzos de la organización 
  para la consecución de un determinado objetivo global. La ausencia de una estricta 
  división del trabajo en base a la especialización funcional facilita la posibilidad 
  de coordinar a los diferentes componentes de la organización a fin de cumplir 
  las metas propuestas. Una segunda fortaleza sería su capacidad para afrontar 
  entornos dinámicos e inestables dada la flexibilidad de sus estructuras. Las 
  debilidades de este tipo de organización provienen de los problemas derivados 
  del espacio que se abre a la discrecionalidad en la actuación de sus componentes 
  como consecuencia de la falta de reglas y reglamentos bien establecidos. Lo 
  que lleva a que en este tipo de organizaciones gane relevancia el liderazgo 
  sobre la gerencia, a diferencia de lo que pasaba en la Organización Burocrática, 
  como elemento clave capaz de reconducir los conflictos entre las partes y limitar 
  la ambigüedad en los procesos de coordinación al interior de la organización. 
   
Detrás 
  de la emergencia de la Red como nuevo paradigma organizacional dominante se 
  encuentra, tal y como señala Castells (2001), tres procesos independientes. 
  Por un lado, la necesidad de la economía de flexibilidad en la gestión y de 
  globalización del capital, la producción y el comercio. Por otro lado, las demandas 
  de una sociedad en la que los valores de la libertad individual y la comunicación 
  abierta se convirtieron en fundamentales. Finalmente, los extraordinarios avances 
  tecnológicos que dieron lugar a las Tecnologías de la Información y Comunicación 
  (TIC). Y es que sólo con estas tecnologías, y especialmente Internet, la Organización 
  en Red pudo expandirse más allá del ámbito privado al hacer plausible la toma 
  de decisiones coordinada y la ejecución descentralizada.  
La 
  política ha estado durante demasiado tiempo muy impermeable a las transformaciones 
  que propone el paradigma organizacional de la Red. Pero finalmente la impronta 
  de la Red ha terminado permeabilizando la política fundando nuevas tendencias 
  en la gobernabilidad de las sociedades. A ello han contribuido, fundamentalmente, 
  dos procesos convergentes entre sí. Por un lado, el cuestionamiento a la concepción 
  centrípeta del poder propia del Estado moderno y, como resultado de ello, el 
  reparto de sus recursos y competencias hacia nuevas entidades territoriales 
  y supranacionales. Por otro lado, la nueva hechura que toma la agenda política 
  como resultado de la complejización y diversificación 
  de las demandas ciudadanas y de su creciente movilización e influencia alrededor 
  de los procesos de formación de las políticas públicas. En suma, transformaciones 
  que convergen en definir un escenario político en donde los actores ganan autonomía 
  en el sentido de que sus decisiones dejan de responder a las constricciones 
  de la institucionalidad formal y se fundamentan, básicamente, en sus propias 
  opciones, deliberadas y explícitas. Como resultado de ello, toman fuerza como 
  factor determinante de los resultados de los distintos procesos políticos las 
  relaciones no formales y horizontales que mantienen entre sí los actores involucrados 
  en los mismos. Lo que no significa que se pueda obviar la relevancia que tienen 
  los procesos reglados o estructurados dentro de la institucionalidad formal 
  de la política. Pero si que resulta preciso integrarlos dentro de marcos conceptuales 
  más flexibles que permitan dar cuenta de estos mecanismos emergentes de coordinación 
  política, las redes políticas.  
El concepto de redes políticas que aquí proponemos responde a tres 
  propiedades básicas:  
1) una estructura configurada por los vínculos, más o menos estables, que 
  mantienen entre sí un determinado número de actores políticos, tanto de la esfera 
  pública como privada;
2) a través de las cuáles intercambian recursos, materiales o inmateriales;  
  
3) en razón de percibirse mutuamente dependientes con relación a diferentes 
  temas o áreas de la agenda política. 
Las 
  redes políticas se distinguen entre sí en razón de toda una serie de rasgos 
  relativos a las propiedades estructurales del conjunto de la red. Los más reiterados 
  por parte de la literatura especializada son el tamaño o número de actores que 
  participan en la red; los distintos tipos de intereses involucrados; la cohesión 
  medida en el número real de relaciones existentes entre los actores de la red 
  en relación al número potencial; la intensidad, en tanto que frecuencia y volumen 
  de los atributos intercambiados; estabilidad o persistencia en el tiempo de 
  las relaciones; y autonomía o grado de permeabilidad de la red a actores que 
  son percibidos como ajenos a la misma. La identificación de estos rasgos ha 
  dado lugar a una amplia gama de propuestas tipológicas con las que se busca clarificar la amplitud y 
  complejidad de las formas que actualmente toman las relaciones de los actores 
  en torno al proceso de formación de las políticas públicas. Sin embargo, la 
  gran variedad de tipologías que surgieron en los primeros momentos de efervescencia 
  de la corriente de las redes políticas condujo a un alto grado de confusión 
  en la que similares tipos identificaban fenómenos diferentes y diferentes tipos 
  se referían a fenómenos similares [8] 
  . Ante esta situación, resulta comprensible que la tendencia en años posteriores 
  haya sido optar por aquellas categorías que permiten asentar con claridad aquellos 
  elementos básicos desde los que operar el enfoque de las redes políticas. Entre 
  estas tipologías, la que mayor grado de aceptación ha tenido y la que a nosotros 
  nos resulta más operativa ha sido la de Marsh y Rhodes 
  (1992)  articulada en torno a dos tipos ideales de redes políticas: la Comunidad Política y la Red Temática.   
  La Comunidad Política se caracteriza por ser un tipo de red con un número restringido 
    de participantes que intercambian frecuentemente información y recursos en 
    torno a un interés compartido en el que se da un amplio grado de consenso 
    en torno a las normas que articulan la intermediación de intereses entre los 
    actores involucrados. Asimismo, el consenso permite determinar qué problemas 
    van a ser tratados, el contenido de los mismos, así como la forma en que deben 
    ser resueltos. Todos los participantes poseen recursos que intercambian en 
    el proceso de elaboración de políticas basado en la negociación, y presume 
    en consecuencia, la capacidad de los grupos de asegurar que sus miembros se 
    sujeten a la decisión. Existe un balance de poder, pues si bien un grupo puede 
    dominar, el tipo de relaciones que desarrolla entre los miembros no es de 
    suma-cero, sino de suma positiva pues todos ganan si la comunidad persiste. 
    La Comunidad Política es una forma institucionalizada de relación, que favorece 
    ciertos intereses y excluye otros. Una comunidad política puede involucrar 
    instituciones formales (consejos sectoriales, órganos consultivos) o informales (contacto informal día a día), así como un conjunto 
    de creencias que albergan un acuerdo de las opciones políticas disponibles. 
    La Comunidad Política funciona con un alto grado de autonomía con respecto 
    a otros intereses que son considerados ajenos a la red. Este tipo de red es 
    propio de aquellos sectores o subsectores en los 
    que se combina un alto grado de integración de los intereses privados en estructuras 
    organizativas comunes, lo que les permite monopolizar la representación, y 
    una acción centralizada y de amplio alcance por parte del Estado.
  La Red Temática 
    viene definida por ser una red con un amplio número de participantes que mantienen 
    relaciones fluctuantes y con un escaso valor al basarse más en la consulta 
    que en la negociación sobre la definición de las políticas públicas. Los bajos 
    niveles de cohesión existente entre los actores de la red favorece la ausencia 
    del consenso y la presencia del conflicto. El Estado, por su parte, queda 
    reducido al papel de garante de las reglas formales, abstractas y universales 
    que cada cuál debiera respetar mientras persigue sus propios fines. Este tipo 
    de red se da, principalmente, en aquellos escenarios en los que los intereses 
    privados privilegian la acción individual sobre la colectiva en arenas donde 
    el recurso en competencia es, básicamente, algún tipo de reglamentación. Asimismo, 
    se desarrollan generalmente en áreas nuevas donde ningún grupo tiene un dominio 
    establecido o donde no existen instituciones establecidas que posibiliten 
    la exclusión. 
 
TIPOLOGIA DE REDES POLÍTICAS.   
  
     
      | Dimensión | Comunidad política | Redes Tematica | 
     
      | Miembros |  |  | 
     
      | Número de participantes | Restringido | Muchos. | 
     
      | Tipo de intereses | Dominio de un número 
          limitado de intereses | Amplia gama de intereses 
          afectados. | 
     
      | Integración |  |  | 
     
      | Frecuencia de interacción | Frecuente, alta calidad, 
          interacción de todos los grupos sobre todas las materias vinculadas 
          con las políticas de referencia | Los contactos fluctúan 
          en frecuencia e intensidad | 
     
      | Continuidad | Miembros, valores básicos 
          y resultados persisten en el tiempo. | Acceso fluctuante | 
     
      | Consenso | Todos los participantes 
          comparten valores básicos y aceptan la legitimidad de los resultados. | Cierto grado de acuerdo, 
          pero conflicto presente  | 
     
      | Recursos |  |  | 
     
      | Distribución de recursos 
          dentro de la red | Todos los participantes 
          poseen recursos. La relación básica es una relación de intercambio. | Algunos participantes 
          poseen recursos  pero son limitados. La relación básica es la consulta. | 
     
      | Distribución de recursos 
          dentro de las organizaciones participantes | Jerarquía, los líderes 
          pueden deliberar con los miembros.  | Variada, distribución 
          variable  y capacidad para regular a los miembros. | 
     
      | Poder | Equilibrio de poder entre 
          los miembros. Aunque, un grupo puede dominar, debe tratarse de un juego 
          de suma- positiva para que la comunidad persista.  | Poderes desiguales, que 
          reflejan recursos desiguales y acceso desigual –juego de suma- nula. | 
  
 
Fuente: 
  Marsh y Rhodes 1992 
La sencillez y claridad de la tipología 
  de Marsh y Rhodes nos permite 
  explorar, dentro de un plano continuo, los supuestos y las condiciones bajo 
  los cuáles será más probable que nos acerquemos o alejemos a uno de los dos 
  tipos ideales.  Pero a efectos de lo que son nuestros intereses en este artículo, 
  nos resulta mucho más relevante atender  lo 
  que son las propiedades estructurales de cada actor en razón de su posición 
  con relación al conjunto de la red. Y es que, tal y como señala Dowling 
  (1995), el uso de las redes políticas poco o nada nos dice sobre el curso que 
  toman las políticas si no integramos a nuestras explicaciones el comportamiento 
  de los actores que son parte de ellas. De hecho, son ellos, más que la estructura 
  de la red por sí misma, los que afectan el resultado de las políticas. La estructura 
  de la red resulta relevante porque prescribe los asuntos que son discutidos, 
  como deben ser tratados, posee un conjunto distintivo de reglas y contiene imperativos 
  organizacionales. Pero los actores son quiénes con sus opciones estratégicas 
  interpretan, construyen y reconstruyen las redes. Vayamos, por tanto, a identificar 
  cuáles son las propiedades estructurales que condicionan los comportamientos 
  de los actores en razón de su posición en la red y, por tanto, su poder negociador. 
   
  El principio más relevante que guía 
    el nivel de análisis posicional en la red es la 
    Centralidad. Un principio que hace referencia al punto de la red en el cual se concentra 
    el mayor número de recursos, funciones y competencias. Éste es el referente 
    a partir del cuál se ordenan los siguientes tipos de actores en la red: 
  
   
1.- Actores Centrales, son aquellos situados en el centro 
  de decisión de la red. Estos actores participan día a día en las discusiones 
  políticas y, a través de su relación simbiótica, en la definición directa de 
  los resultados.
2.- Actores Intermedios, a pesar de no situarse en el centro de la red, consiguen 
  influir en él de forma discontinua a través de sus alianzas. De hecho, los actores 
  intermedios acceden al centro gracias a la sanción de los actores y, por ello, 
  aceptan sus reglas.
3.- Actores Periféricos, situados en las zonas más distantes de la red, raramente 
  consiguen influenciar en el centro. Esta marginalidad les aleja del consenso, 
  lo que genera oportunidades para que puedan llegar a amenazarlo.
El Intermediarismo o posición a medio camino entre dos actores que ocupa 
  un determinado actor sería otro tipo de centralidad en la medida que ocupa una 
  posición privilegiada desde las que controlar sus interacciones y, por tanto, 
  teniendo poder sobre ciertos caminos de interacción. Otro de los principios 
  a destacar que guía el análisis posicional de los 
  actores en la red política es el conocido como Equivalencia 
  Estructural. 
  Este principio identifica actores que tienen pautas de relación similares al 
  interior de la red y que, por tanto, son actores que son sustituibles entre 
  sí.  
  Una vez alcanzado 
    este punto, vamos a proceder a explorar algunos de los rasgos principales 
    del funcionamiento de las redes políticas a partir de la interacción entre 
    sus propiedades estructurales y sus actores. En este propósito resulta especialmente 
    interesante la aproximación de George Tsebelis(1990) a los juegos 
    políticos entrelazados. Y es que la complejidad de concebir la política a 
    través de los lentes que provee el enfoque de las redes políticas es la existencia 
    de actores que deben enfrentar simultáneamente una amplia variedad de interacciones 
    con los otros miembros de la red. Lo que les obliga a trascender en sus cálculos 
    hacia la lógica de un doble juego donde la opción que puede parecer racional 
    en uno de ellos puede resultar irracional en el otro. A ello se suma el hecho 
    que los juegos al producirse simultáneamente de acuerdo, en ocasiones, a reglas 
    contradictorias, modifican las funciones de utilidad de los actores. Bajo 
    estas premisas, son tres los principios que parecen articular el funcionamiento 
    y evolución de las redes políticas. 
   
·        
   La Mutua Dependencia. La existencia de una percepción 
  de mutua dependencia entre todos los actores que son parte de una red política 
  mediatiza todas las interacciones que se producen en ella al llevarles a autoimponerse 
  ciertas limitaciones en su intento de maximizar sus preferencias. En otras palabras, 
  y dado que el bien prioritario será siempre la preservación de la red, los actores 
  optaran por aplicar la regla del maximin según 
  la cuál se elige la opción como máxima recompensa mínima [9]. 
   Pero además, y dado que existe una alta probabilidad de que los actores vuelvan 
  a encontrarse a lo largo del tiempo, a ninguno de ellos les interesa romper 
  unilateralmente la cooperación porque los pagos que obtendrían por ello serían 
  menores que aquellos que lograrían en el medio y largo plazo manteniendo la 
  cooperación. Veamos por qué sucede así. Considérese un juego que consta de dos 
  momentos o “nodos”. En el primer nodo el Jugador n. 1 (J 1) debe decidir si 
  deposita su confianza en el Jugador n. 2 (J 2). Más tarde, si el J 1 decide 
  confiar en el J 2, este último tiene que decidir si va a cumplir su parte del 
  trato o va a traicionar la confianza depositada en él. Si el juego discurre 
  en una sola ronda y los pagos son los que aparecen en el gráfico, resulta obvio 
  que al J2 nunca le va interesar cooperar ya que la estructura de pagos incentiva 
  la traición. Sin embargo, si J1 y J2 interactúan repetidamente a lo largo del 
  tiempo en razón de la relación de interdependencia existente entre ellos, la 
  cooperación se convertirá en la estrategia dominante ya que, asumiendo que el 
  factor de descuento es suficientemente alto, la suma descontada de los pagos 
  que obtiene en cada ronda terminará superando fácilmente el pago que obtenía 
  por la traición (2) [10] . Ahora bien, 
  en un escenario de gran incertidumbre, como el que se da en el tipo de red política 
  que hemos reconocido como Red Temática, gran parte de estos planteamientos 
  pueden venirse abajo ya que el factor de descuento se sitúa en un nivel tan 
  bajo que incentiva que el J2 pueda querer el máximo de pagos en la primera ronda 
  ante la inseguridad sobre lo que pasará en el futuro. Si la red no desaparece 
  y en este escenario de  incertidumbre se mantienen las soluciones cooperativas 
  sólo puede llegar a explicarse recurriendo a la existencia de otros factores 
  que intervienen modelando la racionalidad de los jugadores. Así, por ejemplo, 
  debemos considerar que por razones ideológicas, morales o altruistas, uno de 
  los jugadores opte por invertir recursos en generar un capital de confianza 
  en la relación, aunque esto pueda suponer que sea traicionado y, por tanto, 
  no recibir pagos en las primeras rondas.  
JUEGO DE LA CONFIANZA
 
    
 
   
Hasta 
  el momento hemos asumido que los jugadores involucrados en el intercambio cuentan 
  con un poder estructural idéntico en la red. Esto es, ocupan posiciones equivalentes 
  al interior de la red política con relación al centro de la misma. Sin embargo, 
  los términos de la relación cambian sustancialmente si partimos de la existencia 
  de un poder estructural asimétrico. Como resulta obvio, la aversión de un Actor 
  Central a desentenderse de las promesas realizadas a un Actor Intermedio o a 
  un Actor Periférico será muy baja si no consigue sus primeras 
  opciones ya que sabe que, más allá de cuál sea su opción (Cumplir 
  o Traicionar) resulta muy probable que éstos se vean obligados a volver 
  a interlocutor con él para tratar de solucionar sus problemas.  Esta situación 
  se acentúa en aquellas redes en las que el Actor Central mantiene unas relaciones 
  de carácter exclusivo, individualizado y particularizado con el resto de los 
  actores ya que inhibe la posibilidad de que opten por coaligarse en estructuras 
  desde las que poder revertir las asimetrías en el reparto de poder. La fragmentación 
  del proceso de toma de decisiones en razón de temas o sectores o la forma en 
  que se estructuran las relaciones entre el gobierno y sus interlocutores determina 
  los flujos de información y, por tanto, condiciones esenciales para la formación 
  de coaliciones como son la percepción de intereses comunes o la generación de 
  lazos de confianza. En esta línea, debemos convenir que será mucho más probable 
  que aparezcan coaliciones entre actores intermedios y periféricos que amenacen 
  el poder de los actores centrales en aquellas redes políticas que se aproximen 
  al tipo de Red Temática que al de Comunidad Política. 
  Esto es así, principalmente, porque las constricciones establecidos desde el 
  centro a los flujos de información son mucho mayores en este último tipo.      
   
·        
   La Intermediación como Atributo de Poder.  Tal 
  y como señalábamos anteriormente, la idea de red política ha ido ganando adeptos 
  en la Ciencia Política en la medida que resulta cada vez más ostensible la fragmentación 
  del escenario político. Por esta razón, no puede resultar extraño que la mayoría 
  de la literatura especializada haya puesto el acento en la concepción de las 
  redes políticas como subsistemas cerrados que cuentan con amplios niveles de 
  autogobierno. Un énfasis que, a nuestro juicio, obvia las mejores potencialidades 
  del enfoque de las redes para repensar la realidad política desde nuevos parámetros 
  al dejar de lado el entrelazamiento entre las distintas redes. Y es que ya sea 
  por la acción voluntarista de los actores o de las 
  coaliciones dominantes al interior de cada red política o por la propia inercia 
  expansiva propia de la lógica de funcionamiento de las redes, lo cierto es que 
  las distintas redes tienden a superponerse y vincularse entre sí condicionándose 
  mutuamente. Lo que permite visualizar en un marco amplio una nueva forma de 
  entender la gobernabilidad en las sociedades democráticas. Dentro de este nuevo 
  marco en el que el poder de los actores políticos depende cada vez menos de 
  sus atributos personales y más de su capacidad de gestión de relaciones, la 
  posibilidad de ejercer la intermediación entre diferentes redes políticas entrelazadas 
  entre sí aparece como un valor en alza. Esta situación puede ser claramente 
  ejemplarizada en los procesos de transnacionalización de la política, en donde el Estado aprovecha 
  su condición de actor con una posición preponderante entre la red política doméstica 
  y la nueva red política internacional para afianzar su centralidad en la primera 
  y fortalecer su posición negociadora en la segunda. Esto sucede así por qué 
  ni sus interlocutores domésticos, ni sus interlocutores internacionales pueden 
  cerciorarse ex ante de la veracidad de sus amenazas y promesas ya que 
  se encuentran fundadas en la información a la que el Estado sólo tiene acceso 
  en razón de su participación en ambas redes.  
·        
   Impredecibilidad 
  en el Cambio de las Reglas del Juego. Las reglas del juego que 
  estructuran las interacciones al interior de las redes políticas no son inmutables. 
  Por el contrario, se encuentran en permanente proceso de interpretación y reconstrucción. 
  A ello contribuye, en primer lugar, las consecuencias no deliberadas de las 
  decisiones de los distintos actores de la red política. En su intento por maximizar 
  sus preferencias, los individuos pueden terminar eludiendo el cumplimiento de 
  determinadas reglas del juego que suponen una traba a este propósito. El ejemplo 
  más claro de esta situación es el de los automovilistas que repetidamente evaden 
  el cumplimiento de ciertas normas de tráfico, dada la percepción de que su observancia 
  no contribuye en nada a su seguridad. Cuando la norma llega a no ser respetada 
  por la mayoría de automovilistas acabará siendo eliminada dada su falta de eficacia 
  real. En el plano de la política, esta situación puede ejemplificarse en la 
  trasgresión que los candidatos involucrados en unas determinadas elecciones 
  hacen de aquellas normas de comportamiento surgidas del consenso y que estructuran 
  el proceso. Seria el caso del uso de determinada información que transciende 
  la contingencia política o la utilización de un determinado lenguaje.  Como 
  puede comprobarse, en ambos casos nos estamos refiriendo a normas de menores 
  o de carácter consuetudinario que, por tanto, no cuenta detrás de ellas con 
  un fuerte sistema de sanciones que asegure su cumplimiento. El cambio de las 
  reglas del juego de mayor jerarquía exige una premeditación por parte de los 
  actores de la red. Lo que nunca será fácil porque siempre encontraran opositores 
  al cambio ya sea porque consideran que puede perjudicar directamente sus intereses 
  o porque perciben en él grandes dosis de incertidumbre. Y es que, como apunta 
  Pierson (2002), las características propias de la 
  institucionalidad política, a diferencia de lo que puede ser la institucionalidad 
  económica, genera grandes dificultades para el cambio. La primera de estas características 
  es la complejidad y opacidad de la política. Más allá de las fallas de funcionamiento 
  atribuibles a los mercados, los precios aparecen como un indicador claro y mesurable 
  que permite evaluar el desempeño de sus instituciones. Es, por tanto, la variación 
  de los precios el principal catalizador de las decisiones y acciones adoptadas 
  por actores presentes en los mercados enfocados a cambiar la institucionalidad. 
  En la escena política la situación es bastante más complicada. En ausencia de 
  un indicador clarificador como los precios, resulta bastante difícil generar 
  consensos en torno al desempeño de sus instituciones y, como resultado de ello, 
  la conveniencia o no de cambiarlas. Más aún, si tomamos en cuenta que detrás 
  de las actuaciones de los actores políticos se encuentra una amplia gama de 
  objetivos y, por tanto, son muchos y muy variados los criterios que se utilizan 
  para evaluar el desempeño institucional en la política. En segundo lugar, la 
  densidad de las instituciones políticas. Una densidad que viene determinada, 
  a diferencia de lo que ocurre en el mundo de los negocios, por la naturaleza 
  colectiva de la acción política. A lo que se debe añadir el efecto del engranaje 
  legal que vincula a las distintas instituciones políticas dentro de una estructura 
  formal y jerarquizada. Finalmente, lo que son los tiempos de funcionamiento 
  en la política. En particular, de la preferencia por las estrategias cortoplacistas 
  que guían las decisiones y actuaciones de los principales agentes del cambio 
  en la institucionalidad política, los actores políticos. Lo que inhibe la creación 
  de incentivos para que se invierta a largo plazo, como lo requiere la reforma 
  de la institucionalidad política.  Por todo ello, y a pesar de que pueda existir 
  un número de actores en la red que hayan constatado lo desventajoso que resulta 
  el marco institucional vigente, la tendencia mayoritaria será a mostrarse conservadores 
  y, como mucho, tratar de impulsar adaptaciones marginales. Además, la extensa 
  distribución del poder entre los actores de poder limita la capacidad de los 
  Actores Centrales para forzar a los demás a cooperar en el cambio de las reglas 
  del juego y en la consolidación de estos cambios. Todo ello pone en entredicho 
  las posibilidades del cambio planificado al interior de las redes políticas 
  y acentúa la impredicibilidad del proceso. 
A Modo de Conclusión
Iniciábamos 
  este artículo haciendo un alegato sobre las debilidades de la Ciencia Política 
  para desarrollar una base teórica propia desde la que construir explicaciones 
  validas en sus diversos dominios. Un situación que la convierte en una disciplina 
  extremadamente vulnerable en un escenario de cambios como el que plantea la 
  revolución de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TICs) y, en particular, el Internet en la esfera de “lo político”. 
  Desde la actitud más reflexiva del autor que alcanza la etapa conclusiva de 
  su trabajo, puedo considerar que hubo ciertos excesos al inicio del artículo 
  en el intento por atraer la atención del lector y probablemente la situación 
  no sea tan sombría para nuestra disciplina. De hecho, algunas de las patologías 
  que arrastra la Ciencia Política contemporánea desde su aparición están en la 
  actualidad siendo superadas gracias al aporte de una nueva generación de cientistas 
  políticos que se distinguen por una actitud más crítica y más proactiva 
  en la delimitación de espacios propios para la reflexión política. Pero al margen 
  de cuál es la capacidad actual de la Ciencia Política para generar categorías 
  explicativas estables, lo que he intentado poner de manifiesto en este artículo 
  es la necesidad de reconsiderar el utillaje conceptual, teórico y metodológico 
  de la disciplina a la luz de los cambios que impulsa la Sociedad de la Información. 
  Hace algunos años, Robert O. Keohane (2001), en su condición de presidente de la American Political Science Association, defendía que 
  en la actualidad las lentes del cientista político, 
  más allá de su ámbito de estudio, debían estar mediatizadas por la existencia 
  de una escenario políticos aceleradamente globalizado y en que todos sus partes 
  mayores niveles de interdependencia. En los mismos términos, creemos estas nuevas 
  lentes del cientista política no estarán completas 
  sino integran como premisa las variables derivadas del nuevo escenario político 
  que pauta la Sociedad de la Información. 
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